martes, abril 25, 2006

Estrategias de la oralidad en la autobiografía del Siglo de Oro: la "Vida" de Alonso de Contreras


Artículo publicado en Pasajes= Passages= Passagen. Homenaje a= mélanges offerts à= festschrift für Christian Wentzlaff- Eggebert (eds. / éds. / Hrsg. S. Grunwald - C. Hammerschmidt - V. Heinen - G. Nilsson), Univ. zu Köln, Univ. de Sevilla, Univ. de Cádiz, 2004.

ABSTRACT

El Discurso de mi vida de Alonso de Contreras, elaborado entre 1630 y 1641, ha necesitado de varios siglos para ser considerado texto literario por la crítica filológica. Sentado el principio de que la obra es una autobiografía en el sentido primordial del término, este trabajo propone analizar su condición novelesca y, desde la misma, los elementos que, provenientes de la narración oral ritualizada, cooperan para la elaboración del texto. Tales componentes tienen que ver, sobre todo, con la estructura organizativa, con la intención del relato y con la construcción de los personajes, especialmente la del héroe protagonista, configurado desde referencias literarias y sociales. El estudio permite así apreciar cómo el autor, un soldado sin apenas formación literaria, afronta la redacción de su Vida con los presupuestos mínimos aprendidos a lo largo de su convivencia azarosa con determinadas fórmulas novelescas.


* * * * *
“Sé que uno nunca puede conocerse, sino solamente narrarse” (S. de Beauvoir)

Entre el uno y el once de octubre de 1630, en la soledad de una posada romana, el capitán Alonso de Contreras, hasta entonces soldado al servicio de Felipe III y Felipe IV, dio por concluida la parte más gloriosa de su vida militar y redactó su autobiografía
[1]. El texto elaborado por Contreras en esos pocos días apenas sufrió modificaciones posteriores: en 1633 añadió varios párrafos que completaban el relato con la relación de sus dos últimos años de servicios y, hacia 1641, agregó un texto aún más breve, e inconcluso, que dictó a algún transcriptor y en el que se limitaba a dejar constancia de algunas distinciones recibidas al final de su vida[2].

El Discurso de mi vida anduvo manuscrito hasta 1900, momento en el que Serrano y Sanz, otorgándole valor de documento histórico, lo publicó en el Boletín de la Real Academia de la Historia. Después, sólo una edición da fe –por su título: De pinche a comendador- del posible carácter literario (¿picaresco?) del texto
[3] y será, definitivamente, Ortega y Gasset quien en 1943, al publicar las Aventuras del Capitán Alonso de Contreras, detecte ciertos rasgos de estilo y reconozca –si bien de forma no demasiado explícita- el valor literario, y sobre todo cinematográfico, del texto[4]. Tal fortuna coincide con el devenir editorial de otras autobiografías de la misma época y tiene que ver con la condición ambigua de estos escritos, rechazados por la filología por su carácter documental y despreciados por la historia por su fabulación y su dudosa veracidad. Pero la marginalidad de tales obras en la historia de la literatura también tiene que ver con el hecho de que, elaboradas entre los siglos XVI y XVII, corresponden a un momento en el que difícilmente se reconoce la existencia de auténticas autobiografías, siendo éste un género que, al menos oficialmente, queda inaugurado casi dos siglos más tarde, con las Confesiones de Rousseau (1782-1789)[5].
La frontera de Rousseau implica la exclusión del género de toda obra que prescinda del verdadero discurso interior, de la reflexión individual, única e intransferible del ‘yo’ sobre la propia personalidad y, desde este punto de vista, no parecería muy correcto incluir al texto de Contreras en la nómina de la autobiografía. Es evidente que el Discurso de mi vida carece, como toda la literatura del Siglo de Oro, del moderno ‘stream of consciousness’ que caracteriza a las ‘auténticas’ autobiografías. Sin embargo, cualquier lector puede intuir en la Vida del soldado una necesidad de autointerpretación, un ‘regresar a sí mismo’ que Contreras pone en práctica valiéndose para ello de discursos literarios tipificados
[6]. La inmadurez del discurso propiamente autobiográfico, ajeno por completo a los parámetros de la época, no debería, pues, llevarnos a la conclusión de la inexistencia del género de la autobiografía por cuanto, como muy bien aprecia Levisi, textos como el de Contreras son “la mejor demostración de que un individuo, cuando decide hablar de sí mismo o de su trayectoria, se vale de cualquier tipo de recurso para definirse y expresar la propia identidad ante el lector”[7]. La Vida de Contreras, por tanto, es autobiografía en el sentido esencial del término y, en consecuencia, necesita ser evaluada como literatura. Porque –resulta obvio- toda autobiografía es impostura: como observa Pouillon[8], la autobiografía se construye sobre el recuerdo en cuanto a los hechos materiales, pero los hechos psíquicos se reinventan con la imaginación, de manera que la sinceridad del texto es siempre imperfecta. Y podría añadirse otra obviedad: que en el recuento de una vida la distancia entre el ‘poder’ y el ‘saber’ de un narrador que contempla lo vivido y la ignorancia del personaje que vive en la incertidumbre del futuro es evidente, por mucho que uno y otro coincidan en nombre, nacimiento y fortuna.

Tal distancia se va estableciendo, en el caso de Contreras, a lo largo de un complejo proceso en el que puede apreciarse cómo un soldado sin formación literaria ‘de primera mano’ llega a convertirse en novelista y cómo, en consecuencia, la persona desemboca en personaje. Se trata de una trayectoria en la que tiene un peso específico la interrelación variada entre discursos literarios y paraliterarios, y entre discursos adscritos convencionalmente a la escritura y a la oralidad. Unos y otros se reorganizan sucesivamente hasta conformar el discurso autobiográfico de la Vida.

En la redacción apresurada de su manuscrito Contreras no sólo se sirvió de su memoria –portentosa, no obstante-, sino, al menos, de tres textos: una ‘relación de servicios’ elaborada en 1623; el Derrotero del Mediterráneo, que el soldado redactaría hacia 1616
[9], y la dedicatoria que su amigo Lope de Vega puso al frente de su comedia El rey sin reino, inspirada en el figura de Contreras y publicada en 1625.

A la ‘relación de servicios’ de 1623 hay que darle un valor memorialista. Como casi todos los militares de su época, Contreras redactaría este documento animado por la idea de obtener ciertos favores materiales y algún reconocimiento del Rey, recogiendo en él una selección muy limitada de sucesos que daban cuenta de una trayectoria meramente profesional. La ‘relación’ serviría al soldado, a juicio de Ettingahusen, como esqueleto argumental de una octava parte de la Vida, cuya dimensión temporal estructura. La dimensión espacial del relato estaría, por su parte, basada fundamentalmente en el Derrotero, un texto en el que Contreras localiza y describe los puertos del Mediterráneo a los que arribó y que, al parecer, le sirvió como carta geográfica para ambientar la autobiografía. Lo que me interesa destacar del papel de estos documentos en la elaboración del Discurso de mi vida es la ‘contigüedad interdiscursiva’ que entre éste y aquellos se evidencia, la relación, en suma, de dependencia genética que mantienen.

Al no disponer de unos códigos genéricos consolidados, muchas de las obras del Siglo de Oro –y de modo especial la novela- se apropian de discursos ajenos, no necesariamente literarios, a los que reorganizan, dando como resultado un nuevo modelo discursivo, susceptible, a su vez, de re-crearse en sucesivos textos. Tal fenómeno ha sido estudiado con suma claridad por Gómez Moriana
[10] que, desde este presupuesto, analiza la dependencia genética que el Lazarillo y las novelas picarescas posteriores mantienen con ciertos discursos rituales de tipo jurídico, en concreto, con las confesiones dirigidas al tribunal inquisitorial. Para el caso de la Vida, parece evidente que los textos de la ‘relación’ y del Derrotero actúan como una base textual que Contreras desarticula hasta convertirla en autobiografía. Sin embargo, la mera reorganización de tales documentos no sería suficiente para entender la dimensión novelesca que, en mi opinión, la autobiografía tiene y que parece deber su existencia a la ‘contigüedad interdiscursiva’ mantenida con otros textos.

De esos otros textos no tenemos constancia escrita, por lo que no es tan fácil apreciar el proceso de reestructuración que el autor pudo llevar a cabo. Sí contamos, no obstante, con la certeza de que Contreras se sirvió de ellos para alcanzar el sentido literario de su relato y que fueron ellos, los textos orales, los principales responsables del carácter novelesco de la Vida.

Un año después de redactar su ‘memorial de servicios’ Contreras entabla una estrecha relación de amistad con Lope de Vega, en cuya casa madrileña de la entonces calle Francos permaneció alojado durante unos ocho meses, según relata Del Corral
[11] y testimonia la alcoba que hoy se conoce como ‘el aposento del Capitán Contreras’. Allí, el militar tiene la oportunidad de relatar ante Lope y sus contertulios las fortunas, adversidades, aventuras y proezas vividas hasta entonces. Abandonada por una vez la soldadesca, el hombre de acción se narra a sí mismo, alcanzando así a ver la dimensión heroica de su propia vida. Es Lope, por supuesto, el primero en advertir el valor literario de la vida de Contreras, cuyas relaciones orales son la base en la que se inspirará para la comedia El rey sin reino. En la dedicatoria de esta obra Lope exalta el valor épico de la vida de su huésped y, en una apología de su figura, se hace eco de un tema clásico: la supremacía del ‘valor natural’ sobre el ‘valor heredado’. Sin ninguna duda, se trata de unas declaraciones decisivas para que Contreras tome conciencia de la literariedad de su pasado.

Levisi encuentra pruebas de la influencia educativa del Fénix en partes concretas de la Vida, sobre todo en el panegírico del conde de Monterrey, un texto que evidencia la imitación del modelo retórico empleado por Lope en su dedicatoria. Pero, por encima de imitaciones particulares, la autora destaca cómo Contreras, ya con cierta sensibilidad cultural, reforzó su interés por la literatura, y particularmente por el teatro, a raíz de esta amistad, que sería directamente responsable de cuanto de fabulación hay en la autobiografía
[12]. A partir de esta evidencia, Levisi entiende que la Vida de Contreras, a caballo, como tantas autobiografías de la época, entre lo oral y lo escrito[13], se gestó en las tertulias de la casa de la calle Francos y tomó su forma escrita apoyándose fundamentalmente en el modelo discursivo de la comedia, en el que el soldado se ejercitaría por el asiduo contacto con el mundo teatral de la mano de Lope.

La lectura del Discurso de mi vida hace incuestionable este análisis. El dominio de la acción sobre la descripción, la viveza y la inmediatez del lenguaje, la propia construcción del héroe, y casi cualquier otro elemento de la narración llevan a pensar que Contreras se apropió del discurso comediesco para elaborar su retrato literario
[14]. Pero comprender la Vida no como teatro, sino como novela, resultaría, a mi entender, igual de provechoso para captar la actitud como escritor del soldado y explicaría quizás de forma más completa algunas de las motivaciones que le decidieron a redactar su manuscrito.

La autobiografía de Contreras es esencialmente deudora de dos formas novelescas ya plenamente incardinadas en el gusto del gran público hacia 1630: la novela picaresca
[15] y la ‘novella’ de imitación italiana, gestada en los últimos años del siglo XVI, cristalizada en el modelo cervantino de las Ejemplares de 1613, y convertida en género popularísimo de la mano de, entre otros, Lope de Vega, Pérez de Montalbán o Tirso de Molina[16].

El carácter ‘picarescoide’ de la Vida ha sido puesto de manifiesto sucesivamente por la crítica, que ha fundado este rasgo, sobre todo, en las vinculaciones que el héroe de la autobiografía (presunto retrato de la soldadesca de la época) mantiene con el arquetipo del pícaro. Así, por ejemplo, el episodio que abre el capítulo I, y que recoge la prehistoria familiar y algunos sucesos de la infancia de Contreras, se interpreta como una imitación de los modelos consagrados por Lázaro y Guzmán, que dedican esta parte de la narración a establecer una ‘psicología predestinada’ de su personaje
[17]. Aunque la relación es innegable, creo que habría que tener muy en cuenta, en este y otros casos similares, no tanto la coincidencia puramente textual cuanto la que atañe al referente, es decir, el hecho de que, en la España de los primeros decenios del siglo XVII, el mundo real de la picaresca y el mundo real de la soldadesca son universos que se interseccionan[18].

Por encima de anécdotas particulares, lo que vincula la Vida a la órbita de la picaresca es el transcurrir del propio discurso, construido inicialmente como relato oral y dirigido, entre otros posibles objetivos, a la autojustificación ante un auditorio. Conviene, en este sentido, traer a colación el acertado juicio de Ettinghausen
[19] que, al interpretar el texto como la historia de un arquetípico ‘self-made-man’, sirve de punto de partida a un clarificador estudio de Juárez[20] en el que la autora entiende que Contreras se propone, por medio de su representación externa (las vestiduras), relatar la trayectoria de un individuo de origen humilde empeñado en el ascenso social y, como tal, en constante lucha con las presiones y normas institucionales que le obstaculizan su objetivo. Es apreciable así cómo los sucesivos ‘hábitos’ que adopta el héroe a lo largo de la narración (pícaro, soldado, ermitaño, rey de los moriscos, correo de a pie, peregrino, caballero y capitán) representan el camino vital andado por Contreras desde la desnudez juvenil (símbolo de la indefinición social) hasta una madurez simbolizada en los baúles llenos de ropa que se destacan en la tercera parte de la obra. Tales condiciones permiten identificar (en fondo y forma) el itinerario de Contreras con el de Lázaro, cuyos primeros zapatos marcan el inicio de un imparable ascenso material.

El hecho de que a la narración escrita precediera el relato oral es, como digo, trascendental. El soldado, contemplándose desde ese momento de inacción ya mencionado, no sólo intentaría construirse como héroe sino, por lo menos en la misma medida, justificarse, defender ante su auditorio la legítima ambición de ascenso de un desheredado en una época en la que palpitan las ansias de movilidad social. El relator, pues, siente como principio activo de su narración la explicación del ‘caso’ y desde la ‘atalaya’ reflexiva de la tertulia, ordena, comprende, establece causalidades y razones, todo lo cual deviene en autobiografía, desde el punto y hora en que ésta debe entenderse como “una forma no sólo de tomar en cuenta (selectivamente) el pasado, sino también de desprenderse de los modos de responder previamente establecidos y de reorganizar las respuestas frente al futuro”
[21]. La Vida como texto escrito es así producto de un largo proceso de ‘contigüedad interdiscursiva’: resulta de la desarticulación de un texto previo, el oral, cuyo modo de ser descansa, en buena parte, sobre la reorganización del discurso picaresco, deudor, a su vez, de unos rituales discursivos orales a los que, como vimos, reestructura.

Pero el ‘modus operandi’ novelesco que regula la autobiografía no se agota aquí. El manuscrito del Discurso de mi vida no sólo debe su existencia a la voluntad de fijar en la escritura ciertas reflexiones que previamente se hicieron en voz alta, sino al anhelo de que unos destinatarios inmediatos, los condes de Monterrey, protectores de Contreras
[22], encuentren en la Vida un testimonio del valor de su protegido y, a la vez, un entretenimiento, un juguete literario. Es en esta dimensión donde se hacen evidentes las relaciones de la obra con la ‘novella’.

Las relaciones orales de su vida que Contreras lleva a cabo en el contexto de las tertulias lopescas caen de lleno en una práctica social habitualísima que, con todo acierto, Frenk Alatorre ha denominado ‘novelística improvisada’
[23]. La costumbre de contar en público los propios sucesos convive con la lectura en voz alta de novelas y de otras muchas piezas literarias (comedias, discursos, poesías), que revelan una dinámica social profundamente condicionada por la literatura[24]. Lo más probable es que Contreras, un militar dotado de cierta sensibilidad literaria, inmerso ocasionalmente en este contexto, apreciara la eficacia de la ‘novella’ como instrumento idóneo para la comunicación entretenida de sucesos diversos. Así parecen revelarlo una larga serie de elementos referidos a la estructura, al discurso, a los núcleos argumentales y a los personajes que caracterizan la Vida.

Atendiendo a las etapas de composición del manuscrito
[25], puede apreciarse cómo el autor, una vez concluido su texto, procede a dividirlo en capítulos, y éstos en episodios, a cada uno de los cuales da un título indicativo, síntesis de la peripecia central (“Comencé a ser soldado”, “Toma de la galeota en los secos de los Gelves”, “Rescate que hice en Atenas del turco”, “Cuando me quisieron casar en Estampalia”, etc.). Tal operación habla del modo en que se gestó la autobiografía, esto es, probablemente como recuento de anécdotas diversas que, adaptándose a las peticiones del auditorio en cada jornada, quizás siguieran un orden arbitrario. Pero además traduce la conciencia ‘novelesca’ de Contreras desde el momento en que ofrece un relato plenamente capaz de ser leído de manera fragmentada, un texto extenso en el que el lector, por consiguiente, pueda seleccionar breves episodios de uno u otro tono (bélicos, picarescos, amorosos) con los que entretener –sin cansar- a posibles ‘oidores’. Dicho procedimiento es consustancial a la ‘novella’ barroca, no sólo por su dependencia de la estructura académica decameroniana, sino por sus mismos propósitos, que llegan a convertirse en preceptos. Desde este punto de vista se explica la convencional presentación de las novelas cortas en colecciones, cohesionadas o no por un marco narrativo, e incluso la disposición del mismo texto novelesco, capaz de alternar narración aventurera, discursos políticos, soliloquios amorosos, epístolas de todo tipo y franjas líricas en una opción de diversidad que puede llegar a sacrificar la coherencia narrativa[26]. Es, por tanto, este sentido dialógico lo que prima en la organización de la Vida, el cual le viene dado al autor no tanto por el conocimiento directo que pudo tener de la novelística de su época como por la identidad que entre la ‘novella’ leída en voz alta y sus propios relatos pudo intuir.

A un aprendizaje y a unas intenciones similares parece responder la ‘conciencia de estilo’ de Contreras, sólo ocasionalmente explícita en declaraciones como ésta: “... y si hubiera de escribir menudencias sería cansar a quien lo leyere (...). Ello va seco y sin llover, como Dios lo crió y como a mí se me alcanza, sin retóricas ni discreterías, no más que el hecho de la verdad”
[27]. La cita, como es evidente, glosa un ideal de ‘brevitas’ que comulga con la defensa de la ‘claridad’ de Lope, pero que difícilmente podemos entender como signo de voluntad estilística en un soldado sin apenas formación literaria. Contreras pudo adquirir algunos conocimientos sobre este asunto durante su contacto con el Fénix, eso es cierto, pero resulta más creíble que juicios como el citado obedezcan a una experiencia directa en el ‘arte’ del relato oral y estén encaminados a la defensa de un texto agradable al oído. Por otra parte, tal ideal estilístico resulta marginado en determinadas partes de la propia autobiografía, como en el mencionado panegírico del conde de Monterrey, que imita directamente el modelo retórico de la dedicatoria de El rey sin reino y se construye como un discurso ampuloso, por lo menos en comparación con el tono coloquial del resto de la obra. Pese a todo, la inserción del panegírico es también susceptible de ser interpretada como otro rasgo novelesco de la Vida desde el momento en que la organización convencional de la ‘novella’ barroca apuesta por la convivencia de segmentos diversos (narrativos y argumentativos)[28] en aras de la variedad, y con la conciencia tácita de que la narración “ha de ser una oficina de todo cuanto se viniere a la pluma”[29]. De este modo, el panegírico puede estar también encaminado a la posibilidad de una lectura fragmentada (y a viva voz) del relato: una lectura, en esta ocasión, fuertemente teatralizada por cuanto ofrece al lector (al conde de Monterrey directamente) la posibilidad de declamar sus propias excelencias. Contreras sigue, pues, en este caso, la costumbre de insertar discursos ampulosos en el seno de la ‘novella’, segmentos que logran interrumpir el ‘tempo’ narrativo, que revisten al autor de una erudición más o menos comprobable y que ofrecen la posibilidad de un uso teatral del objeto novela[30].

La función del panegírico en la Vida se homologa, desde este punto de vista, con la de otras zonas del relato consideradas por Levisi como procesos teatrales
[31]: los diálogos, caracterizadores, en buena medida, de los personajes que toman la palabra y las descripciones externas del propio héroe o de otros protagonistas, que apelan siempre a la sensibilidad visual del receptor. A mi entender, tales elementos, si bien mantienen vinculaciones indudables con el discurso comediesco, son el resultado de una imitación directa del modelo general de la ‘novella’, considerada de nuevo como vehículo de comunicación oral.

Como narrador, Contreras evidencia frecuentemente su preferencia por ‘mostrar’ (showing) antes que por ‘contar’ (telling). Tal opción se verifica de modo recurrente en el discurso novelesco de la época, tan dependiente de preceptos poéticos como de reglas retóricas, como con brillantez ha demostrado Rabell
[32]. Para esta autora, la pluralidad discursiva de la ‘novella’ barroca es consecuencia directa de su genealogía heterogénea pero, sobre todo, se justifica por la intención primordial de persuadir a un público ‘oidor’ que exige re-presentarse las acciones del modo más directo posible[33]. De esta forma, el novelista ha de tener en cuenta que la eficacia de su relato se basa en buena medida en la capacidad retórica de ‘mouere’, esto es, de impactar emocionalmente a unos receptores ávidos de evasión. Por este razonamiento parece deslizarse, más o menos intuitivamente, Contreras cuando despliega su retórica de la ‘admiratio’ basada, efectivamente, en el empleo del discurso directo y en la configuración visual de sus personajes.

La representación ‘en vivo’ de las acciones estaría, así, al servicio de que un lector bien cualificado como tal pudiera asumir la caracterización novelesca de tal o cual personaje, de modo que su lectura deviniera en re-presentación ante su público. Los discursos directos, por tanto, no abundan tanto en la individualización del personaje en cuestión cuanto en la posibilidad de que, por mediación del lector, los receptores puedan imaginarse la figura, el gesto, el tono y la naturaleza de ese protagonista.

Pero quizás donde la retórica de la ‘admiratio’ alcance cotas más sobresalientes sea en la representación que de sí mismo, como héroe, da Contreras. Probablemente, al escribir su autobiografía, y pensando en ese protector al que pretendía cautivar, el soldado quiso contemplarse como Lope y sus contertulios lo contemplaron en las tertulias del jardín de la calle Francos, esto es, con admiración. Tal propósito parece guiar la construcción de su autorretrato, basado en cánones casi enteramente literarios.

El protagonista de la autobiografía no es, desde este punto de vista, una mera proyección del soldado real de los primeros decenios del siglo XVII, como algunos quisieron ver
[34], sino, sobre todo, una construcción artificiosa tras la que se aprecia con toda claridad el referente de ciertos modelos heroicos consagrados por la novela. Dejando aparte la ya tratada intervención de la materia picaresca en este asunto, Contreras-personaje es el resultado de una selección de rasgos provenientes de dos arquetipos novelescos fundamentales: el peregrino, inaugurado por la fórmula bizantina y perpetuado en toda la narrativa barroca, y el caballero andante.

La propia opción de ‘narrarse’ habla ya de la importancia de tales referentes. Cuando Contreras decide reflexionar sobre sí mismo no elige otras fórmulas adscritas a la representación del ‘yo’, como el diario o el epistolario, sino que se decanta por la narración, es decir, por un autorretrato articulado sobre la linealidad, la causalidad y el continuo deambular por espacios geográficos diversos. Tal opción crea equivalencias inmediatas entre el héroe de la Vida y los héroes bizantinos y caballerescos, ‘hechos’ a medida que transitan
[35]. Siendo, pues, el itinerario, la alegoría en la que se fundamenta el transcurrir vital, éste se desarrolla como una acumulación de experiencias en la que cada ‘puerto’ comporta un grado más en la conformación del héroe. En este sentido, los sucesivos ‘hábitos’ que, como indicaba Juárez, marcan la trayectoria de Contreras, necesitan ser contemplados en relación coherente con otros fenómenos: la pauta caballeresca de la progresión onomástica y la insistencia en retratarse por medio de una fundamental ‘psicología exteriorizada’, en la que el gesto, la ampulosidad ocasional del discurso y las cada vez más ostentosas vestiduras marcan el ‘hacerse’ del protagonista.

El progreso del héroe, por tanto, se apoya en convenciones novelescas y su configuración textual viene a ratificarlo. De este modo, episodios iniciales como el de la ‘psicología predestinada’ ya comentado actúan como patrón apriorístico, y los episodios restantes como una actualización constante del boceto, en la que cada nueva peripecia aporta densidad narrativa al personaje que, por pura recurrencia, acaba ofreciendo una ilusión de realidad
[36]. En su proceso de autoinvención, Contreras imita el ejercicio voluntarioso de Alonso Quijano, decidido a construirse a sí mismo con sólo vestir los ropajes del caballero andante. Uno y otro representan el anhelo de la propia heroicidad en medio de un mundo de ideales agrietados que sólo les prestará atención si los re-conoce como literatura.

Quizás no resultara en exceso disparatado, como conclusión, reivindicar para el Discurso de mi vida la condición de ‘novella’. Gestado al calor de ésta, el texto se hace eco de su naturaleza dialógica esencial y revela su voluntad de obra diversa, entretenida y admirable. Por otra parte, y en lo que se refiere a su difusión, la Vida –novelesca- es instrumento de mediación entre el autor y el conde de Monterrey, ese destinatario borroso que se intuye en el texto. La comunicación oral –de signo político- entre ambos es el marco narrativo en el que se insertan las aventuras, de la misma manera que la comunicación oral –de signo amoroso- entre Lope (¿modelo, otra vez, del soldado?) y Marta de Nevares es el marco que acoge las ficciones de las Novelas a Marcia Leonarda
[37].

NOTAS

[1] El manuscrito original tiene este encabezamiento: Vida, nacimiento, Padres, y / crianza del Capitan Alonso / de Contreras natural de Madrid / Cauallero de la orden de San Juan / Comendador de vna de sus en/comiendas en Castilla, escrita / por el mismo. Para una descripción del manuscrito, vid. la introducción de Henry Ettinghausen a la edición del texto: Contreras, Alonso de: Discurso de mi vida, Madrid, Espasa-Calpe, 1988, pp. 55-57.
[2] Para las etapas de redacción de la obra, vid. Levisi, Margarita: Autobiografías del Siglo de Oro. Jerónimo de Pasamonte, Alonso de Contreras, Miguel de Castro, Madrid, SGEL, 1984, pp. 112-129.
[3] Alonso de Contreras: De pinche a comendador: memorias, París-Buenos Aires, s.e.
[4] La edición de Ortega (Madrid, Revista de Occidente, 1943) reproduce el texto de Serrano y Sanz y su prólogo se vuelve a publicar en 1949 como “Aventuras de un capitán español” en su obra De la aventura y de la caza (Madrid, Afrodisio Aguado, pp. 175-223). En dicho prólogo, Ortega concede un valor histórico-documental al texto aunque, luego, confiesa su fascinación por la capacidad de Contreras para fantasear (“se trata de una narración sobre manera inverosímil”) y por las posibilidades cinematográficas de la obra, de la que “se podrían extraer varias películas magníficas en tecnicolor”. Creo que tal consideración dice mucho de los efectos visuales de la Vida, y especialmente de su intensa literariedad.
[5] Tal conclusión se extrae de la consideraciones de los primeros autores que se dedicaron al establecimiento de límites cronológicos y a aclarar, por tanto, en qué momento preciso de la historia literaria puede comenzar a hablarse, en rigor, de autobiografía: Gusdorf, Georges: La découverte de soi, París, Presses Universitaires de France, 1948; Lejeune, Philippe: L´autobiographie en France, París, Colin, 1971; Misch, Georg: Geschichte der Autobiographie, 4 vols., Bern, A. Francke, 1950 (vol. 1) y Frankfurt, G. Schult-Bulmke, 1955-59 (vols. 2-4).
[6] Vid. Coirault, Yves: “Autobiographie et Mémoires (XVIIe-XVIIIe siècles), ou existence et naissance de l’autobiographie”. En: Revue d`Histoire Littéraire de la France, 75 année, 6 (1976), pp. 937-953; y Molino, Jean: “Stratégies de l’autobiographie au Siècle d’Or”. En L’autobiographie dan le monde hispanique. Actes du Colloque International de la Baume-lès-Aix (11-13 mai 1979), Université de Provençe, 1980, pp. 115-138. Ambos autores reivindican la necesidad de conceder un significado más laxo al término autobiografía puesto que, restringiéndolo al marco teórico de los primeros analistas, habría que descartar obras que, al menos intuitivamente, cualquier lector consideraría como ‘auténticas autobiografías’, lo cual resultaría estéril para la investigación y no permitiría apreciar con claridad la dinámica de la historia del género.
[7] Levisi, Margarita: Autobiografías del Siglo de Oro, ob. cit., p.180. Las palabras de Levisi se refieren, en concreto, a la autobiografía de Miguel de Castro, pero bien pueden aplicarse a cualquiera de los otros dos autobiógrafos a los que dedica su estudio, Pasamonte y Contreras. Es esta autora la que de forma más detallada ha llamado la atención sobre el uso de discursos tipificados (adscritos convencionalmente al análisis del ‘yo’) en las autobiografías del Siglo de Oro.
[8] Pouillon, Jean: Tiempo y novela, Buenos Aires, Paidós, 1970.
[9] Vid. Ettinghausen, Henry: Introducción, pp. 12-14.
[10] Gómez Moriana, Antonio: “Autobiografía y discurso ritual. Problemática de la confesión autobiográfica destinada al tribunal inquisitorial”. En Laffitte, J. (ed.): Autobiographie en Espagne. Actes du IIe Colloque International de la Baume-lès-Aix (23-25 mai 1981), Université de Provençe, 1982, pp. 69-94; y del mismo autor: “Narración y argumentación en el relato autobiográfico (ejemplos hispánicos)”. En Spadaccini, Nicholas y Talens, Jenaro (eds.): Autobiography in Early Modern Spain, Minneapolis, The 0000000Prisma Institute, 1988, pp. 7-23. Vid. también Peale, George: “Guzmán de Alfarache como discurso oral”. En: Journal of Hispanic Philology, IV, 1 (1979), pp. 25-57.
[11] Del Corral, José: “Dolor y triunfo del Capitán Contreras”. En: Los misterios de Madrid en el Siglo de Oro, Madrid, El Avapiés S.A., 1990, pp. 85-95. Vid. también Cossío, José Mª: “Lope de Vega y el capitán Alonso de Contreras”. En: Correo erudito, 3 (1944), pp. 107-108.
[12] Levisi, Margarita: Autobiografías del Siglo de Oro, ob. cit., pp. 97-112.
[13] Molino, Jean: “Stratégies de l’autobiographie au Siècle d’Or”, art. cit.
[14] Estos ‘rasgos de estilo’ han resultado evidentes para toda la crítica. Ya Ortega y Gasset, en su edición de la Vida (ob. cit.) hizo notar que el estilo “mondo de retórica” era el carácter más sobresaliente del texto mientras que Cossío, por su parte, destacaba el “natural desafeite” del escritor Contreras (Introducción a Autobiografías de soldados del siglo XVII, Madrid, Atlas, BAE, 90, 1956, pp. V-XXX).
[15] Sobre la situación de la novela picaresca en este momento, vid. el interesante trabajo de Guillén, Claudio: “Luis Sánchez, Ginés de Pasamonte y los inventores del género picaresco”. En: Homenaje a Antonio Rodríguez Moñino, I, Madrid, Castalia, 1966, pp. 221-231.
[16] Para una revisión del género, vid. Laspéras, Jean-Michel: La novelle en Espagne au Siécle d’Or, Université de Montpellier, 1987; Ripoll, Begoña: La novela barroca. Catálogo Bio-bibliográfico (1620-1700), Ediciones de la Universidad de Salamanca, 1991; Rodríguez Cuadros, Evangelina: Novela corta marginada del siglo XVII español, Universidad de Valencia, 1979; y mi trabajo: Teoría y práctica de la novela corta en la narrativa de Juan Pérez de Montalbán, Universidad de Cádiz, 1995.
[17] Discurso de mi vida, ob. cit., pp. 69-71. El episodio, tras dar cuenta de la condición de cristianos viejos de los padres del soldado, relata cómo el niño Alonso, para vengarse de una mala jugada perpetrada por un compañero de la escuela, mata a éste a cuchilladas. La violencia de la escena es, sin duda, estremecedora y funciona como un eficaz ‘programa psicológico’ al servicio de levantar en el lector expectativas sobre el carácter arrojado y temerario del héroe.
[18] Vid. a este respecto, Pereyra, Carlos: “Soldadesca y picaresca”. En: Boletín de la Biblioteca Menéndez y Pelayo, IX, 1927, pp. 352-361 y X, 1928, pp. 74-96, 150-163 y 242-250.
[19] Además de la Introducción a su edición de la Vida, vid. del mismo autor: “Alonso de Contreras: un épisode de sa vie et de sa Vida”. En: Bulletin Hispanique, LXXVII, 3-4 (1975), pp. 293-318; y “The laconic and baroque: two seventeeth-century spanish soldier autobiographies (Contreras and Duque de Estrada)”. En: Forum Modern Language Studies, XXVI, 3 (1990), pp. 204-211.
[20] Juárez, Encarnación: “Alonso de Contreras: política del vestido y construcción del sujeto autobiográfico barroco”. En : Bulletin of Hispanic Studies, LXXIV, 2 (1997), pp. 179-195.
[21] Bruner, Jerome y Weisser, Susan: “La invención del yo: la autobiografía y sus formas”. En: Olson, David R. y Torrance, Nancy (comps.): Cultura escrita y oralidad, Barcelona, Gedisa, 1998, pp. 177-202; la cita en p. 186.
[22] El mecenazgo de los condes de Monterrey, lleno de vaivenes a lo largo de la carrera militar de Contreras, es esencial como motivación de la Vida. Vid. para esto, Levisi, Margarita: Autobiografías del Siglo de Oro, ob. cit., pp. 130-140.
[23] Frenk Alatorre, Margit: “Lectores y oidores. La difusión de la literatura del Siglo de Oro”. En : Actas del VI Congreso Internacional de Hispanistas, Venecia, 1982, pp. 101-123.
[24] King, Willard F.: Prosa novelística y academias literarias en el siglo XVII, Madrid, Anejos del Boletín de la Real Academia Española, 1962. Me parecen muy significativas las palabras de este autor al referirse a la situación mencionada: “... en la España de Don Quijote las letras habían logrado realmente el predominio. Al parecer, todo el mundo era o deseaba ser poeta...” (p. 8).
[25] Vid. supra, n. 2.
[26] En el momento en que Contreras escribe su autobiografía, la costumbre de presentar las novelas cortas en colecciones enmarcadas se había convertido en algo casi preceptivo: desde las páginas de sus Cigarrales de Toledo (1624), Tirso de Molina habla ya, por ejemplo, de la conveniencia de tal procedimiento puesto que “así se presentaba unido lo vario, coherente lo multiforme, trabado lo múltiple, conforme al deseo barroco de lograr la unidad en la variedad” (Rey Hazas, Antonio: Picaresca femenina, Barcelona, Plaza & Janés, 1986, p. 76). En lo que respecta al uso de segmentos diversos no narrativos en el seno de la novela, ocurriría algo similar; son significativas, al respecto, estas irónicas declaraciones de Lope, con las que avisa a su destinataria Marcia Leonarda de hasta qué punto son prescindibles las poesías insertas en las novelas: “El mancebo, que más reparaba en agradar su villana y en pensar que no le oían en aquel sitio más que las aves que le acompañaban, comenzó a cantar así (y vuestra merced, señora Leonarda, si tiene más deseos de saber las fortunas de Diana que de oír cantar a Fabio, podrá pasar los versos de este romance sin leerlos; o si estuviere más de espacio su entendimiento, saber qué dicen estos pensamientos quejosos a poco menos enamorada causa)” (Lope de Vega: Novelas a Marcia Leonarda (ed. de F. Rico), Madrid, Alianza, 1968, p. 42).
[27] Discurso de mi vida, ob. cit., pp. 228-229.
[28] López Grigera, María Luisa: “En torno a la descripción en la prosa de los Siglos de Oro”. En: Homenaje a José Manuel Blecua, Madrid, Gredos, 1983, pp. 347-357.
[29] En palabras de Lope, que así se expresa en sus Novelas a Marcia Leonarda.
[30] Tal tendencia se extralimita en la obra de algunos autores, como es el caso de Pérez de Montalbán, que llega a construir una novela (El palacio encantado) a partir de un discurso previo que ejerce de núcleo y de eje de articulación de todo el relato. Vid. para esto mi trabajo Teoría y práctica de la novela corta, ob. cit., pp. 214-219.
[31] Autobiografías del Siglo de Oro, ob. cit., pp. 141-161.
[32] Rabell, Carmen R.: Lope de Vega. El arte nuevo de hacer ‘novellas’, London, Tamesis Books Limited, 1992.
[33] Dicho propósito es especialmente apreciable en las Novelas a Marcia Leonarda, escritas por Lope para entretenimiento de su amada Marta de Nevares, enferma y ciega, y atenta ‘oidora’ de los relatos de su enamorado. Vid. mi trabajo “El diálogo a oscuras de Lope de Vega y Marta de Nevares”. En: Estudios de la Universidad de Cádiz ofrecidos a la Memoria de Braulio Justel, Cádiz, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Cádiz, 1998, pp. 389-396.
[34] El análisis del héroe de la Vida ha padecido durante mucho tiempo el prejuicio historicista, de manera que la crítica ha querido ver en el Contreras-personaje un retrato de la situación crítica por la que atraviesa la soldadesca europea del momento a la que Jacobs, por ejemplo, caracteriza como un ejército de hombres insatisfechos que buscan en la vida militar más el riesgo de la aventura que el noble deber de servir a su rey o a su nación. Jacobs, Berverly Sue: “Social provocation and self-justification en the Vida of Captain Alonso de Contreras”. En: Hispanic Review, LI, 3 (1983), pp. 303-319. De esta identificación insuficiente entre persona y personaje parten también los primeros estudios del héroe de la Vida: el de Ortega y Gasset (ob. cit.) y el de Cossío, José Mª de: Introducción de Autobiografías de soldados (siglo XVII), Madrid, Atlas (BAE, 90), 1956, pp. V-XXX. No me resisto a dejar de citar aquí el inefable trabajo de Rafael Benítez Claros que –según entiendo- pretende legitimar a Contreras como el modelo militar no ya de un lejano siglo XVII, sino de esa ‘España heroica’ que, durante la peor parte de la dictadura de Franco, nos quisieron vender como la única verdad; el ‘estudio’ es una reacción airada del autor ante el “injusto prólogo” de Ortega y una defensa exaltada del soldado como paradigma del “español católico”: “Una pica por Contreras. Notas a una autobiografía mal entendida”. En: Cuadernos de Literatura, I (1957), pp. 453-464.
[35] Vid. para esto, Teijeiro Fuentes, Miguel Ángel: La novela bizantina española. Apuntes para una revisión del género, Cáceres, Universidad de Extremadura, 1988; y Cacho Blecua, José Manuel: Introducción de su edición de Amadís de Gaula, Madrid, Cátedra, 1987, vol. I, pp. 17-216.
[36] Para un análisis minucioso de la configuración del personaje novelesco barroco, vid. Laspéras, Jean-Michel: La novelle en Espagne au Siècle d’Or, ob. cit., pp. 291-383.
[37] Talens, Jenaro: “Contexto literario y real socializado. El problema del marco narrativo en la novela corta castellana del seiscientos”. En: La escritura como teatralidad, Valencia, Universidad, 1977, pp. 121-181, especialmente, pp. 139-153.

viernes, abril 21, 2006

El folklore andaluz sin tópicos



Conferencia leída en el Seminario Los tópicos sobre Andalucía hoy (53 Cursos de Verano de la Universidad de Cádiz, julio de 2002).

Una versión ampliada y anotada del mismo texto se ha publicado en: Estudios de teoría literaria como experiencia vital. Homenaje al Profesor José Antonio Hernández Guerrero (ed. de Isabel Morales y Fátima Coca), Universidad de Cádiz, 2008, págs. 387-397.



Creo ser consciente de que en un seminario de tema tan controvertido como es el de los tópicos sobre Andalucía, abordar la cuestión del folklore es, en buena medida, ahondar en la controversia. Sin embargo, esta parece ser una oportunidad inmejorable para revisar una noción sobre la que ya pesan demasiados prejuicios y en la que, a la vez, se fundamentan muchos de los tópicos identificados con lo andaluz.

Mi propuesta es, pues, reflexionar primero sobre el significado del término y del concepto de folklore, y delimitar en lo posible qué podemos y qué debemos entender como tal, todo ello desde una revisión histórica del uso que se ha hecho de la determinación de folklórico. En un segundo momento, sería bueno analizar qué es Andalucía (si es que algo es) desde el punto de vista folklórico, y en concreto desde una parcela tan importante de su folklore como es la tradición oral literaria.

Los estudios de folclore comienzan en España en el último cuarto del siglo XIX, y comienzan en Andalucía, y teniendo precisamente como objeto el folklore andaluz. Desde esa fecha y hasta los años previos a la Guerra Civil se suceden las investigaciones y reflexiones de un nutrido grupo de intelectuales que tienen en común rechazar la identificación del folclore con el tipismo, pero que curiosamente van sedimentando la idea contraria. De tal manera, la imagen que a un nivel popular podemos obtener de un Antonio Machado y Álvarez, o del mismo García Lorca, tiene más que ver con la Andalucía típica exportada como souvenir que con las propias declaraciones que sobre tal asunto ellos y algunos más vertieron. Valga como muestra, y antes de proseguir, la opinión de Lorca sobre su Romancero gitano, un libro que (no hace falta decirlo) ha contribuido históricamente a la conformación de ciertos tópicos sobre el Sur:

“El libro es un retablo de Andalucía con gitanos, caballos, arcángeles, planetas, con su brisa judía, con su brisa romana, con ríos, con crímenes, con la nota vulgar del contrabandista, y la nota celeste de los niños desnudos de Córdoba que burlan a San Rafael. Un libro donde apenas si está expresada la Andalucía que se ve, pero donde está temblando lo que no se ve (...). Un libro anti-pintoresco, antiflamenco. Donde no hay –atentos los despistados- ni una chaquetilla corta ni un traje de torero, ni un sombrero plano ni una pandereta, donde las figuras sirven a fondos milenarios y donde no hay más que un solo personaje grande y oscuro como un cielo de estío, un solo personaje que es la Pena que se filtra en el tuétano de los huesos y en la savia de los árboles, y que no tiene nada que ver con la melancolía ni con la nostalgia ni con ninguna aflicción o dolencia del ánimo, que es un sentimiento más celeste que terrestre; pena andaluza que es una lucha de la inteligencia amorosa con el misterio que la rodea y no puede comprender”.

Pero vayamos por partes. Como decía, las últimas décadas del siglo XIX enmarcan la aparición del término folclore que, importado de Inglaterra, viene a significar algo así como el saber tradicional de las clases populares de las naciones civilizadas. El interés que desde ese momento se despierta en España por los estudios folclóricos no es azaroso, ni mucho menos espontáneo. Tengamos en cuenta que a lo largo de todo el siglo XIX un significativo grupo de escritores e intelectuales, imbuidos del espíritu romántico y de la reivindicación que éste hace de las producciones literarias populares, se habían acercado más o menos ocasionalmente al fenómeno. Baste recordar, en este sentido, a Fernán Caballero, entusiasta recopiladora de cuentos, poesías, oraciones, adivinanzas y refranes populares; o a Serafín Estébanez Calderón, quien en sus Escenas andaluzas dejó constancia de ciertos ritos y textos de tan añeja raigambre que durante mucho tiempo fueron interpretados por muchos como fruto de la invención romántica del escritor, y no como testimonio de su experiencia. El redescubrimiento del romancero tradicional, por ejemplo, se enmarca también en esta época, y de nuevo en Andalucía. Hacia 1825 el bibliófilo Bartolomé José Gallardo, preso en la Cárcel de Señores de Sevilla por el rigor del absolutismo fernandino, oye de boca de sus compañeros de celda (dos gitanos de Marchena) los primeros romances de la tradición oral moderna: Gerineldo y La Condesita, a los que Gallardo reconoce como milagrosas supervivencias del esplendor del género en el Siglo de Oro, comprobando así que los prejuicios hacia lo popular de la ilustración dieciochesca no habían logrado detener la transmisión oral.

El terreno, pues, estaba bien abonado. Además, cuando en 1881, siguiendo el modelo británico de la Folk-Society, se constituye aquí la sociedad de El Folklore Andaluz, sus miembros, con Antonio Machado y Álvarez (Demófilo) a la cabeza, desarrollan su actividad en el relevante marco ideológico del krausismo. Tengamos en cuenta la importancia que los krausistas dan al estudio de la literatura popular para el análisis del pensamiento histórico, la formación universitaria de estos nuevos folkloristas, curtidos en las innovadoras corrientes antropológicas de la universidad sevillana de finales del siglo XIX y, también, el espíritu krausista que alimentó la Institución Libre de Enseñanza, tan decisiva en la pedagogía y en la cultura española en las primeras décadas del siglo XX. Podremos entender, desde estos presupuestos, hasta qué punto el folclore fue en esos tiempos una disciplina científica, distanciándose en ese sentido de las ocasionales aproximaciones de los románticos al fenómeno de lo popular, y desde luego, a mucha mayor distancia de lo que lo folclórico fue para la mayoría en la segunda mitad del siglo XX, cuando el empobrecimiento cultural que trajo la Dictadura relegó al olvido todos aquellos logros.

Tendríamos, pues, que ir pensando seriamente en recuperar de una vez para el término y para la noción de folclore su significado primordial. Como establecieron los folcloristas, el folclore no es el estudio de sociedades primitivas, ni debe guiar a esta disciplina un interés arqueológico. Desde el folklore, se contempla a las sociedades no como entidades fósiles, sino como organismos dinámicos en continua recreación. Folclore, por tanto, es tradición, es decir, herencia y renovación, memoria e invención a la vez. Está claro, por otra parte, que folclore no es tipismo, y que lo típico deviene de una manipulación interesada de las manifestaciones folclóricas.

Probablemente, nuestra distorsionada noción de folclore se originara en los años de la Dictadura, cuando el estudio de las manifestaciones populares quedó en manos de la Sección Femenina de Falange Española. El que este organismo se dedicara casi en exclusiva a la música, la danza y la indumentaria popular, y el hecho de que sus publicaciones fueran escasísimas pueden haber provocado que, a estas alturas, aún no se haya hecho una valoración rigurosa de su labor. Siquiera de forma urgente, me gustaría hacerla ahora. El escozor que aún puede provocarnos el secuestro de la cultura llevado a cabo por el Régimen no debería hacernos minusvalorar la labor de rescate de tradiciones populares llevada a cabo por la Sección Femenina; pero del mismo modo, los deseos de conciliación y olvido tampoco deberían ocultar el hecho de que, al acabar la Dictadura, en España se tenía una noción sumamente empobrecida y manipulada del folclore, una palabra que en los años de la transición no goza del más mínimo prestigio y que, todavía hoy, necesita del esfuerzo de todos para su dignificación. No son pocos los que siguen asociando el término al mundo de las tonadilleras, por ejemplo, y esto ocurre en un momento complejo, en el que la institucionalización del folclore, a fuerza de protegerlo, vuelve a veces a poner en peligro su inexcusable condición de manifestación espontánea. Pero este último es un asunto sobre el que quisiera reflexionar al final de esta intervención.

Dejada bien atrás, por tanto, la etapa de coros y danzas, hoy podemos plantear con un mínimo de rigor la pregunta de si existe un folclore andaluz. Y podemos hacerlo a partir de los numerosísimos y fiables datos que atañen a la tradición poético-musical del Sur, estudiada a estas alturas desde foros bien ajenos a los prejuicios ideológicos de otras épocas.

De existir como tal, la tradición literaria oral andaluza tendría que ofrecer un carácter homogéneo acotado en el espacio geográfico meridional. Es decir, la aplicación de la geografía folklórica, entendida como el establecimiento de diferencias según las peculiaridades del texto en cada zona, nos daría a entender que Andalucía no es sólo una invención político-administrativa, sino una entidad culturalmente diferenciada.

Pocas veces, sin embargo, coinciden las fronteras folclóricas con las divisiones político-administrativas impuestas por la burocracia, y menos aún casan las imágenes típicas que de una comunidad folklórica se difunden con su propio folklore. Andalucía es paradigma de estos desencuentros. De su cultura tradicional es difícil obtener un perfil unitario, desde el momento en que constituye una zona fuertemente comarcalizada por muy diferentes estructuras folklóricas. Y no me refiero sólo a que en Andalucía haya dos mundos (el occidental y el oriental) netamente diferenciados, sino (y sobre todo) a que la observación de la tradición oral del Sur deja comprobar la existencia no de uno ni dos, sino de muchos folclores. Sistemas folclóricos que trazan, por ejemplo, zonas homogéneas compartidas por Huelva y Extremadura, que delatan un sincretismo tan extremo como el que puede darse entre La Alpujarra, Cuba y Centroeuropa, o que hacen inteligible la canción popular del Campo de Gibraltar en cuanto que pariente de la tradición leonesa.

Ante la observación de este comportamiento, lo andaluz , por inexistente, se hace trizas. Podemos verlo con ejemplos. El ejemplo de la lírica de tradición oral, y en concreto la vertiente de la poesía improvisada, parece ser un buen terreno para analizar lo que digo.

Una revisión de la improvisación poética en Andalucía tendría que partir precisamente de un tópico: el del carácter espontáneo y creativo del pueblo andaluz. De cumplirse, el Sur peninsular debería estar a la cabeza de una manifestación folklórica plenamente vigente hoy en el Caribe, en el País Vasco o en las Islas Canarias, por citar sólo algunas zonas pujantes. Sin embargo, nada más lejos de la realidad. La improvisación lírica oral se encuentra, hoy por hoy, casi desterrada del folklore andaluz en general, en donde subsistió con cierta fuerza por lo menos hasta los años cincuenta, hasta quedar restringida a unas pocas y excepcionales zonas que, en buena medida, ejemplifican también la negación de otros tópicos identificados con lo andaluz.

De los enclaves andaluces en los que aún pueden rastrearse huellas de la improvisación poética, me detendré sobre dos comarcas distantes y con ciertos elementos en común: La Alpujarra, entre Granada y Almería, y el Campo de Gibraltar, en el extremo más meridional de Cádiz. Comparten el hecho de que, en el fenómeno de la improvisación poética, se alternan quintillas y cuartetas con décimas, siendo las primeras cantadas sobre el ritmo básico del fandango, y las segundas recitadas, lo que prueba su tardía incorporación al folklore de estas zonas. Comparten también la hipótesis de que en ambas comarcas la poesía improvisada naciera al amparo de un entorno laboral específico, al que pronto abandonaría para convertirse en expresión lúdica y festera. En La Alpujarra parece que fueron las explotaciones mineras de principios del siglo XIX las que sirvieron de crisol a la improvisación poética, mientras que en el Campo de Gibraltar esta función estuvo a cargo de las almadrabas que, por lo menos desde el siglo XVII, propiciarían el mejor entorno para la conformación del fandango tarifeño o chacarrá.

Como muchos de ustedes sabrán, la manifestación folklórica por excelencia de la comarca alpujarreña es el trovo, es decir, la improvisación en verso a cargo de poetas locales que, en el marco de la fiesta o del trabajo, mantienen controversias poéticas o, simplemente, utilizan la cuarteta o la quintilla para el desahogo satírico o el requiebro amoroso. El modo de ser del trovo alpujarreño revela cierto aislamiento, como fenómeno folklórico, del resto de Andalucía y, paradójicamente, explica también la especial permeabilidad de esta comarca a tradiciones importadas desde lugares muy lejanos. Hay que advertir, en este sentido, que la cultura musical de La Alpujarra conserva múltiples referencias, no sólo de las culturas que han tenido presencia directa en la zona, sino también de las culturas dominantes en los colectivos receptores de las constantes oleadas migratorias de los alpujarreños. De esta forma, pueden localizarse en su folklore reminiscencias de la cultura árabe, mezcladas con canciones renacentistas cristianas (Bailes de Ánimas, Rosario de la Aurora, Doblones); influencias cubanas y sudamericanas en general (Habaneras y Rumbas), por emigraciones desde el siglo XVI hasta el XX, y una curiosa presencia musical de mazurcas, polkas y valses, debida a las emigraciones del siglo XIX a países centroeuropeos. A todo esto hay que sumar, además, los cantes de origen gitano-andaluz, y un buen número de cantes de trabajo como los Cantos de Muleros, las Arrieras o los Fandangos.

El trovo está especialmente extendido en la zona de la Contraviesa, la más incomunicada de toda la comarca, y también la de población más diseminada. Aquí se entiende por trovo toda fiesta animada generalmente por la música de una guitarra, una bandurria, un laúd y dos violines, en la que se trova la cotidianidad de la vida. El violín (elaborado con los materiales más insólitos, como una lata, pelos de la cola de un caballo o un trozo de madera con guitas) ya denota la peculiaridad de la zona, vinculada en este sentido con manifestaciones musicales folklóricas del Mediterráneo, como Grecia o Italia.

Algunos de los bailes ejecutados en el trovo emparentan la danza alpujarreña con el folklore del norte de la península, en concreto con la jota septentrional, y tienen en la fiesta del fandango tarifeño curiosas correspondencias.

El conocido chacarrá de la Campiña de Tarifa parece deber buena parte de su naturaleza peculiar a las condiciones históricas y geográficas de esta comarca gaditana. El Campo de Gibraltar ha sido, por una parte, una zona aislada geográficamente de las regiones limítrofes, y tal aislamiento ha hecho que su folklore se desenvuelva en términos propios, muy desconectado, por ejemplo, de los avatares folklóricos de la Bahía Atlántica o de la Campiña Jerezana. Por otra parte, hasta el Campo de Gibraltar han llegado, desde el siglo XVII, oleadas migratorias procedentes de Huelva, del Valle del Guadalquivir y de todo el Norte de la Península, atraídas generalmente por el laboreo de las almadrabas y, en todo caso, responsables de la diferencialidad folklórica que, hoy por hoy, ofrece la comarca.

La música y el baile del chacarrá pudo conformarse a lo largo de los siglos XVII y XVIII, alentado por el ritmo básico del fandango, llegado a las costas campogibraltareñas de la mano de los temporeros. Se forjó, pues, en el contexto marinero de las almadrabas y, de allí, pasó pronto a convertirse en una práctica asociada al mundo agrícola de la Campiña.

En el marco del chacarrá se ha conservado hasta hace poco el rito de la improvisación poética. Tengamos en cuenta que se trata de un cante de ronda, en el que los intérpretes se van turnando mientras que permanecen en corro alrededor de los danzantes. Los grandes momentos del cantaor se dan con la noche muy avanzada, cuando se alcanza el clímax de la fiesta y la especial maestría de un intérprete toca el amor propio de los demás. Entonces se suceden las coplas improvisadas, alusivas al mismo acto de la fiesta, a la exaltación de la tierra, a los danzantes, o provocadoras de una controversia que pone a prueba el ingenio de los participantes.

El trovo de La Alpujarra y el chacarrá campogibraltareño manifiestan, en definitiva, características comunes a la poesía improvisada de todo el mundo hispánico: son (o mejor, han sido) instrumento de socialización de comunidades aisladas geográficamente, desvinculadas de sistemas folklóricos más o menos próximos, y son también canal primordial para que las clases populares ejerzan, mediante el verso, la crítica que el uso del lenguaje coloquial convierte en tabú.

Todavía en el terreno de la lírica oral, podrían traerse a colación algunos otros ejemplos que ratificaran esta diversidad del folklore andaluz y, sobre todo, esa negación del tópico que, a poco que ahondemos, encontramos en él. No me resisto a reflexionar siquiera brevemente sobre el folklore navideño.

La Andalucía típica tiene a gala ser la Tierra de María Santísima, un espacio donde la devoción y la religiosidad popular ha alcanzado cotas ejemplares. Tal condición puede hacerse evidente en la observación de sus tradiciones navideñas, las cuales canalizan un repertorio devoto riquísimo. Pero a nadie se le oculta que, en los mismos ritos, se despliega otro repertorio estrictamente profano, tanto o más frondoso que el anterior.

El corpus poético oral de la navidad de la provincia de Cádiz se ofrece como un ejemplo de lo más oportuno. Encontramos aquí que, junto a coplas, canciones y romances centrados en los avatares de la vida de Jesucristo, en la figura de la Virgen o la simple expresión de la fe, se canta un nutrido grupo de coplas satíricas, burlescas, picantes, alusivas a veces a la cotidianidad menos espiritual de sus transmisores y, en muchos casos, explícitamente irreverentes ante cuestiones religiosas. De este repertorio merece la pena destacar los numerosos romances erótico-burlescos, privativos de las fiestas navideñas, dedicados esencialmente a la caricatura y la ridiculización de tipos folklóricos tan populares como el militar rijoso, el cura lascivo, el cornudo o la monja ávida de relaciones sexuales. Todos ellos pertenecen al acervo folclórico hispánico. Su presencia en la cultura navideña del sur no hace sino hablar, por tanto, de la no diferencialidad de lo andaluz con respecto a comarcas o países con los que compartimos idioma y algo más.

Habría, por otra parte, que tener en cuenta que dicho repertorio pertenece casi de manera exclusiva a una comunidad transmisora femenina. Son las mujeres las que secularmente se han encargado de su uso y difusión, lo cual obliga a matizar ciertos tópicos sobre la preeminencia de la masculinidad, del punto de vista del varón, en el folklore meridional. El propio Caro Baroja, en un intento de marcar distancias entre la cultura popular del norte y la del sur, decía, por ejemplo: “el prestigio general de la gente del sur, en lo que se refiere a cuestiones eróticas, parte de un punto estrictamente masculino: el hombre es el que crea una poesía, una música, un arte en general, en honor a la mujer que, a pesar de estos factores de idealización, tiene algo de objeto, de esclava o concubina de gineceo”.

El mismo contexto navideño de la provincia de Cádiz nos brinda otro ejemplo curioso con el que poner objeciones al tópico. En los últimos años, he tenido la suerte de recoger en Arcos y en Jerez algunas canciones tradicionales que hablan de una parcela de la navidad ya extinta aquí, pero del todo incardinada en el folklore de algunos países latinoamericanos. Me refiero a los llamados villancicos de negros. Se trata de textos compuestos entre los siglos XVI y XVII por poetas al servicio de las parroquias rurales. Buscando éstas la prohibición sutil de los ritos africanos que los esclavos de la época ejecutaban en el exterior de las iglesias, encargan la composición de tales canciones, en las que a los negros se les hace protagonistas de diversas escenas devotas, relacionadas en general con el nacimiento de Jesús. La presencia de versiones folklorizadas en la tradición oral de aquí habla de una africanía de nuestra cultura popular que habría que tener muy en cuenta a la hora de emitir juicios sobre la misma, al tiempo que (como decía), nos ubica como comarca folklórica en los parámetros más amplios de la cultura latinoamericana.

Pero si hay una parcela del folklore meridional en la que se haga muy dudosa la existencia de una cultura popular típicamente andaluza, ésa es la de la canción infantil.

El texto tradicional muestra su capacidad de variabilidad en su adaptación a los distintos contextos humanos en los que se recrean, los cuales se perfilan como comunidades diferenciadas por las diversas coordenadas temporales y geográficas en las que se ubican. Tal regla, sin embargo, no se cumple en el folklore infantil, dándose la circunstancia de que el colectivo transmisor de los niños tiene, desde hace siglos, sus propias normas de recreación, comunes, por lo demás, a toda la comunidad hispánica, y me refiero con ello a todas y cada una de las comarcas folklóricas del mundo en las que se habla castellano, portugués, catalán o gallego. Por excepcional que parezca, la canción tradicional infantil en Andalucía tiene mucho más que ver con la canción tradicional de los niños de México, Argentina o Marruecos, que con la oralidad literaria empleada por los propios adultos andaluces.

¿Qué textos, pues, son los que componen el repertorio tradicional infantil andaluz?

Encontramos, en primer lugar, cientos de retahílas cohesionadas por su función lúdica y características del decir poético de los niños. Las retahílas infantiles son textos-juguete, es decir, poesía en la que la palabra misma es juego y se pone al servicio de libres asociaciones fónicas. Esto no quiere decir en absoluto que las rimas infantiles se rijan por la arbitrariedad y no muestren una coherencia textual clara. Tomemos como ejemplo el tema de Pipirigaña, seguramente conocido por casi todos ustedes si hurgan en su memoria de la niñez (Pipirigaña /mata la araña / con un cuchillito / bien peladito / ¿quién lo peló? / La pícara vieja que está en el rincón...). El tema está documentado en el folklore infantil de toda la Península, así como en el de muchos países latinoamericanos y, además, en casi todas las comunidades sefardíes del Mediterráneo oriental y occidental. Se ha mantenido prácticamente inalterable desde hace siglos, por lo menos desde el XVI, momento en el que se ha podido constatar indirectamente la existencia del texto, usado por aquel entonces como chanza carnavalesca, y alusivo al entierro burlesco de la sardina el miércoles de ceniza (sardina o Pez Pecigaña, transformado luego en Pípirigaña), y a su oponente, la figura luctuosa de Doña Cuaresma, perpetuada en la retahíla infantil como la pícara vieja que come en el rincón.

Esta condición casi apátrida de la retahíla infantil se cumple en la mayoría de los textos, que, como digo, son ante todo testimonio de una manera de ser de la infancia, independientemente del lugar concreto en el que se ubique.

En segundo lugar, el repertorio infantil andaluz lo completa un corpus de canciones líricas directamente herederas de la floreciente poesía popular del Siglo de Oro y que, como las retahílas, son hoy patrimonio de toda la comunidad hispánica.

No quisiera que, de este vuelo rasante y apresurado por la tradición oral de Andalucía, pudiera extraerse la certeza de que la diversidad del sur y sus vinculaciones con otras comarcas folklóricas hacen negar tajantemente la existencia de un folklore netamente andaluz. En mi opinión, no existe tal, es decir, no existen objetos tradicionales (sea texto, danza o indumentaria) nacidos y desarrollados por obra y gracia de un modo de ser intransferible que se restringe al espacio geográfico del sur peninsular. Pero al mismo tiempo es cierto que determinados productos tradicionales, en su aclimatación al sistema etnográfico andaluz, muestran una diferencialidad en la que se reconoce una homogeneidad cultural, a pesar de la diversidad palpable que siempre cabrá dentro de ella. En el terreno de la literatura oral, el romancero se muestra como el mejor campo para ilustrarlo.

Como saben, los primeros romances nacieron en las últimas centurias de la Edad Media y luego, en el Siglo de Oro, gracias a la creación de un tropel de poetas neopopularistas, alcanzaron a constituir el corpus de baladas tradicionales más copioso del mundo. Los judíos expulsados de España en 1492 llevaron consigo este patrimonio poético-musical que aún hoy, en cada comunidad sefardí de la diáspora, se conserva. Asimismo, el romancero viajó a América con los primeros viajeros del siglo XVI y siguió viajando en la memoria y en la voz de todos cuantos por devoción u obligación cruzaron el Atlántico. La recolección sistemática de romances comenzó en el siglo XIX y, a lo largo del XX, fue alcanzando un nivel todo lo exhaustivo que la materia permite, hasta el punto de que, actualmente, puede decirse que es el repertorio tradicional más intensa y extensamente estudiado, lo que lo convierte en el punto de partida más adecuado para la diferenciación de comarcas folklóricas dentro del mundo hispánico.

Los romances más antiguos desempeñaban una función esencialmente noticiera: eran el canal por el que, a falta de otros medios de comunicación, llegaban a todos los rincones las hazañas y peripecias de los héroes de entonces. En este contexto, Andalucía y la larga contienda mantenida en la zona fronteriza de la Reconquista, fue continua fuente de inspiración para los poetas. Los romances fronterizos, sin embargo, pese a haber nacido merced a los avatares históricos del Sur, no se han mantenido aquí. De la memoria del colectivo humano meridional, por tanto, se ha borrado desde hace mucho tiempo, y de forma paradójica, una de sus referencias culturales más importantes: la convivencia y la lucha con el árabe, que sí se ha mantenido muy viva, sin embargo, en el romancero que se canta en la mitad norte de la Península, en el de los sefardíes del Mediterráneo o en el de algunos enclaves de las Islas Canarias.

El repertorio romancístico andaluz, entonces, centra su interés en los llamados romances novelescos. Se trata de relatos poéticos que abordan, sobre todo, conflictos amorosos y familiares, y que procuran dar a los mismos una dimensión universal, sin particularizaciones, buscando con ello una primordial función de ejemplaridad. De este modo, se cantan aquí romances de adulterio, de incesto, de amores desdichados, de mujeres de fidelidad inquebrantable y de mujeres de crueldad desmesurada, de crímenes en el seno de la familia, y de milagrosos reencuentros amorosos y familiares. El repertorio temático del romancero andaluz no dista en nada del de otras zonas hispánicas, por lo que no podemos encontrar en este aspecto el carácter diferencial del Sur.

Sí es peculiar Andalucía en otro sentido: en la forma de cantar los romances. En realidad, tal diferencia delimita una comarca folklórica que comprendería todo el suroeste peninsular. En toda esa zona, la pujanza que la canción lírica ha mantenido durante siglos y (qué duda cabe) la preeminencia del flamenco en las prácticas tradicionales ha operado sobre el romancero alejándolo de su primordial carácter narrativo. Las fronteras entre el extenso relato circunstanciado propio del romance y la brevedad y el tono exclamativo propio de la lírica son aquí más difusas que en cualquier otro rincón del mundo hispánico. Sirvan como ejemplo las dos versiones de Bernal Francés.

Quisiera finalizar mi intervención proponiendo un par de reflexiones sobre el folklore sobre las que, si les parece, podemos extendernos en la mesa redonda.

La primera tiene que ver con el papel que las instituciones desarrollan con relación a la cultura tradicional de Andalucía.

En buena medida, este seminario se celebra porque en las dos últimas décadas la Administración ha tomado conciencia de la necesidad de preservar un patrimonio intangible, el de la cultura tradicional, que sobrevive a duras penas en nuestro actual sistema tecnológico y urbano. Pero esa voluntad proteccionista se cumple, en ocasiones, irresponsablemente. Me refiero a que muchas veces los centros de poder subvencionan el mantenimiento de una manifestación folclórica a cambio de venderla como souvenir, y de ahí deviene una manipulación (seguramente involuntaria), y una consecuente destrucción del objeto foklórico. Por ejemplo, en una encuesta reciente en la provincia de Córdoba, en el pueblo de Añora, pude comprobar cómo la práctica de la poesía improvisada como crítica social en las fiestas de primavera se había desvanecido en los últimos años bajo la subvención y la protección del Ayuntamiento de la localidad. Algo similar está ocurriendo en nuestra propia ciudad. En Cádiz, en los últimos años, se han alentado manifestaciones folklóricas ya desfuncionalizadas aquí, o que simplemente nunca existieron, tal es el caso de las cruces de mayo o de la quema de los “juanillos” en la noche de San Juan. La celebración de tales eventos no tiene aquí y ahora el sentido ritual que (valga la redundancia) les otorga sentido y los hace necesarios para el transcurrir vital de la comunidad humana. Son, ante todo, postales típicas y vacías de contenido que ofrecen una imagen ilusoria de algo que no existe.

La segunda reflexión tiene que ver con nuestra propia percepción del folklore.

Los especialistas en flamenco (que se cuidan muy bien de poner distancias entre el flamenco y lo folklórico) exigen continuamente respeto escrupuloso (y lo obtienen) para esta parcela de la tradición. En este sentido, cualquier mirada seria rechaza de pleno el barniz pop que la industria de la música utiliza para vender ciertos productos considerados aflamencados. Lo mismo ocurre con el patrimonio monumental, por ejemplo. Imagínense: ¿Cómo sería recibido que a una iglesia románica se la adornara con molduras de escayola para hacerla más vistosa a ojos del visitante? O aquí, en Cádiz, ¿quién permitiría que los centenarios arcos que dan entrada al histórico Barrio del Pópulo fueran barnizados con colores estridentes para hacer más pintoresca la visita turística?

Ninguno de estos escrúpulos nos asaltan en el caso del folklore. Yo no sé cuál debe ser exactamente nuestra actitud, pero sí les invito a que reflexionen sobre la que hasta ahora hemos mantenido y, al menos, nos preguntemos cuál es nuestra responsabilidad con respecto a la cultura tradicional en estos complejos momentos.

miércoles, abril 19, 2006

Los romances locales de La Gomera: entre la tradicionalidad y el repentismo


Este texto se presentó como ponencia en el Coloquio Internacional del Romancero celebrado en la isla de La Gomera en julio de 2001.

Está publicado (al igual que el resto de las intervenciones del Coloquio) en: El romancero de La Gomera y el romancero general a comienzos del tercer milenio (ed. de Maximiano Trapero), Cabildo Insular de La Gomera, 2003.

Las actas incluyen un valioso CD realizado por José Manuel Fraile Gil en el que se recogen Las últimas danzas romancescas en España.


La riqueza del repertorio romancístico de La Gomera no sólo viene atestiguada por la cantidad de temas conservados, la calidad poética de sus versiones o la vitalidad envidiable del romance, que aún hoy sigue formando parte de la cotidianidad festiva de sus transmisores. Esa riqueza se confirma, y se adorna, por la existencia de un pequeño repertorio, el local, que, nacido directamente de la fácil inventiva y de la imaginación de gentes gomeras, ocupa un humilde sitio entre grandes y venerables Silvanas y Lanzarotes, pero tiene mucho que decir sobre la tradicionalidad de esta parte del Archipiélago. Este trabajo intenta analizar el modo de ser y de vivir de estos textos locales, casi escondidos siempre en las últimas páginas de las colecciones, aunque afortunadamente publicados.

Las dos ediciones del Romancero General de La Gomera recogen un total de veinticuatro versiones, pertenecientes a veintiún temas romancísticos (Trapero, 1987: 358-372 y 2000: 469-490). Siguiendo los criterios del editor, he prescindido, a la hora de realizar la clasificación, del romance titulado Chasco que le dio una vieja a un mancebo, que Trapero incluye como tema local en la edición de 1987, pero no en la de 2000, argumentando que su difusión por otras islas del archipiélago y por ciertas zonas peninsulares atestiguan su tradicionalidad y lo excluyen, por tanto, del repertorio de creaciones estrictamente locales (2000: 332). Haré referencia a él, sin embargo, a lo largo de este estudio, porque la relación que los informantes gomeros tienen con este tema, al que consideran de invención propia, puede ayudar a comprender ciertos aspectos importantes del análisis.

Los textos cotejados se distribuyen en dos grandes grupos: una serie abundante que podríamos englobar bajo el epígrafe general de “relaciones de sucesos”, narraciones strictu sensu, y un grupo menor de composiciones no específicamente narrativas, y que se presentan en forma de poemas laudatorios a la isla o de oraciones. Afinando un poco más las distinciones entre los temas, propongo esta clasificación:

a) Catástrofes: Hundimiento del barco La Fama, Terremoto en La Gomera, Temporal del año 41.
b) Relaciones de sucesos locales trágicos: La Facunda, Novio que visita a su novia, Salió de Imada temprano, Mujer que llevan a la villa contra su voluntad, Muerto por coger espigas (precedido de La confesión de la Virgen).
c) Anécdotas locales o personales: El curandero de Tamargada, Soldado que embarca para la guerra, El caso de la burra que muere en el parto, Romance local, El caso del tambor reventado, Disparates.
d) Exaltación de la tierra: Coplas de La Gomera, Romance a La Gomera, Los valores de mi tierra, Los tesoros de La Gomera.
e) Oraciones: Ofrecimiento de un queso a la Virgen, Petición a la Virgen por un hijo.

Una simple ojeada a los títulos revela que la creación romancística local de La Gomera está dominada por la función noticiera. La incomunicación y el aislamiento han provocado aquí la obvia necesidad de llevar de un municipio a otro de la isla noticias concretas, referidas en algunas ocasiones a sucesos trágicos como catástrofes naturales o crímenes, y en otras a anécdotas particulares mínimas, que ocasionalmente adquieren una dimensión festiva o burlesca por el hecho de protagonizar un texto “heroico” como es el romance. En cualquier caso, los transmisores gomeros tienen una relación con sus romances locales similar a la establecida con su rico repertorio tradicional: los emplean asiduamente en el baile del tambor y, con bastante frecuencia, los recrean en el canto apoyándolos en responderes, llamados aquí pies de romance (Siemens, 2000; Trapero, 1989: 141-148).

Los pies de romance en el repertorio local gomero

Desde que Pérez Vidal (1948) documentara la existencia de responderes en la isla de La Palma, el estudio de este peculiar estribillo se ha hecho recurrente a la hora de abordar el análisis de cualquier corpus romancístico del Archipiélago. El trabajo de Trapero sobre el fenómeno (1992) confirmó en su momento las hipótesis de Pérez Vidal y, sobre todo, constató la naturaleza y funcionalidad de los responderes en cada una de las islas en las que pervive: además de en La Palma, en El Hierro, La Gomera y Fuerteventura. Como acabo de decir, los romances locales de La Gomera no prescinden de este recurso, de manera que, tratándose este trabajo de un análisis de la poética de dicho repertorio, parece obligado comenzar abordando el estudio de los pies de romance, el cual va a arrojar, como veremos, resultados interesantes, y hasta cierto punto anticipadores del carácter diferencial del corpus.

De las versiones cotejadas, casi la mitad (once, exactamente) carecen de pie de romance. En la mayoría de los casos se trata de textos fragmentarios, con importantes lagunas de memoria, lo cual habla de su desfuncionalización, o por lo menos de un uso precario y no homologado con el de otros temas tradicionales. Tal circunstancia resulta coherente con el hecho de la función social y literaria del estribillo canario (Trapero, 1992: 129), que depende del romancero para vivir: si el romance desaparece, si sólo es un recuerdo en la memoria de tal o cual transmisor, entonces el pie se olvida, desaparece también.

Los once estribillos en los que se apoyan las versiones restantes permiten la siguiente clasificación temática:

a) Morales (o “de penas”): “El que no sienta esta pena / que otro tanto le suceda”; “A mi corazón le han dado / golpes que le han derribado”; “¡Quién te cortó verde pino / y te dejó en el camino!”; “Tres cosas me quita el sueño: / pimienta, agua fría y fuego”.
b) Religiosos: “Me dio la Virgen del Carmen / la gloria para salvarme”; “Todo al que la Virgen llama / con su gracia le acompaña”.
c) Festivos: “Yo agarré un tambor prestado, / ¡quién no lo hubiera agarrado!”; “Fui a coger la marañuela, / tentóme el sueño y dejéla”.
d) Locales: “Es mi orgullo ser gomero / y con ese orgullo muero”; “Con cariño mi alma encierra / los valores de mi tierra”; “Traemos de La Gomera / los tesoros que ella encierra”.

La primera observación resulta obvia: los estribillos de carácter moral (o “de penas”) abundan con respecto a los demás, en coherencia con el mayor número de narraciones que recogen sucesos trágicos, a las que sirven de apoyo lírico. Además, sólo estos pies de romance, de entre todos los del repertorio local, aparecen también en otros temas tradicionales recogidos en la isla. Así, por ejemplo, versiones de La Facunda, de Disparates o de Temporal del año 41 comparten estribillo con textos de La creación del mundo, de Blancaflor y Filomena o de Meditación de la pasión. Por el contrario, los pies religiosos, festivos y locales aparecen exclusivamente adscritos a textos del repertorio local. Todo lo cual desequilibra la balanza con respecto al romancero tradicional canario, mucho más afecto a los responderes religiosos que a otras alternativas (Trapero, 1992: 140).

La asignación de un mismo pie a un romance local y a uno tradicional no parece casual, por los menos en algún caso concreto. Pese a la evidente distancia estética, la única versión recogida de Meditación de la pasión (2000: 375-376) y una de las versiones de Disparates (2000: 474-475) comparten algo más que el estribillo (“A mi corazón le han dado / golpes que le han derribado”). Las dos fueron proporcionadas por el mismo informante, y las dos tienen asonancia en áo, lo que en principio explicaría el uso de idéntico pie. Pero, a mi entender, otros factores actúan a favor de esta coincidencia: ambos textos recogen las sucesivas desgracias de un individuo sin suerte y maltratado, el romance religioso referido a Jesucristo en su calvario hasta la cruz, y el local referido a un yo picarescoide que deambula de un infortunio en otro.

Todas estas incidencias remiten a un hecho que el posterior análisis de los textos irá confirmando: en La Gomera, el romancero tradicional habita un territorio común al de las narraciones locales agrupadas bajo el epígrafe de “relaciones de sucesos”, dominadas por la función noticiera, mientras que las creaciones locales de temática religiosa o de exaltación de la tierra (recordemos: no específicamente narrativas) atienden a otro modo de funcionamiento.

La vinculación entre el grupo de romances locales del que hablo y el romancero tradicional de la isla, en lo que a los pies de romance se refiere, se confirma, además, por otros hechos:
a) Los estribillos aplicados al repertorio de “relaciones de sucesos” pertenecen al “fondo patrimonial” de responderes común al Archipiélago (Trapero, 1992: 130-131), mientras que los adscritos al resto del corpus están más vinculados a la espontaneidad y a la capacidad de improvisación, son versos ocasionales, creados para acoplarse al texto concreto que se canta y están, por ello, más alejados del fondo lírico patrimonial que emparenta el pie con las endechas canarias, por ejemplo.
b) Invariablemente, los pies “patrimoniales” cumplen en la narración una función anticipativa o proléptíca: son versos que encierran, en su esencialidad, la idea simbólica deducible del relato, huyen del carácter denotativo de los estribillos locales, y procuran sugerir, más que explicar, intensificando así la poeticidad del texto.



Los temas locales: una confluencia de códigos

Las vinculaciones entre los romances locales y el romancero tradicional gomero manifestadas en el uso de los responderes no implican una exclusiva dependencia de aquellos con respecto a éste: sólo anuncia la gran marca diferencial del repertorio local, esto es, el tratarse de una serie de textos sujetos a códigos diversos, que construyen su discurso a partir de discursos colaterales conocidos más o menos intuitivamente por los creadores-transmisores.

Tengamos en cuenta, antes que nada, que un buen número de estos textos se distancian de cualquier corpus romancístico tradicional por el reconocimiento, por parte de sus transmisores, de la autoría de los mismos. Muchos informantes llegan a identificar al autor del romance, en algunos casos vagamente (“un señor que ya murió”, “un señor que emigró a Cuba, y que desde Cuba lo escribió y lo mandó a sus familiares”, “un hombre de Imada”...) y en otros con nombre y apellido, como el que afirma que aprendió el texto de un pliego escrito, un “cartapazo” firmado por “una tal Adelaida Simancas, que era de por aquí”; otros no aciertan a atribuir el texto a un creador concreto, pero sí a situar el suceso históricamente, en un momento más o menos próximo, por lo que se atribuyen rango de testigos (“ocurrió aquí en Hermigua allá por los años 30”); otros, en fin, son informantes de sus propias creaciones, caso de prácticamente todas las composiciones clasificadas bajo los epígrafes de “exaltación de la tierra” y de “oraciones”.

También cabe advertir que, en algún caso concreto, puede sospecharse que el autor de un romance determinado recreó el mismo suceso en otro molde muy caro a la oralidad canaria: la décima. Ocurre con el relato titulado Temporal del año 41, verseado en décimas por José Hernández Negrín (Hernández, 1994: 75-79), y es un fenómeno extensible a la tradición de otras islas del Archipiélago, según documenta Trapero para el caso del romance del Hundimiento del Valbanera, cuyas versiones en distintos moldes métricos circulan por las islas (1994).

Tales circunstancias obligan a reflexionar sobre la relación de los transmisores con el repertorio local. Si, como apunta Ana Valenciano para el caso del romancero tradicional hispánico, éste se desarrolla en una sociedad de oralidad secundaria, en la que se da una presencia importante de la escritura, investida de un prestigio muy superior al de la voz (1992: 37-38), el corpus gomero de narraciones locales participa mucho más de lleno que el tradicional en estas coordenadas. Aquí ocupa un lugar de privilegio el que sabe llevar al papel, en versos, cualquier acontecimiento más o menos notable para la comunidad y, a la vez, merece todo el respeto el que como decimista o verseador compone, ante su vecino auditorio, rimas para gusto de todos.

Por tanto, no puede extrañarnos que el romancero local que analizamos sea, en su discurso, una amalgama de códigos discursivos forjados en la oralidad y en la escritura, de manera que es posible rastrear en los textos las marcas que cada uno proyecta de las siguientes referencias: a) la literatura de pliego; b) la composición escrita semi-culta; y c) el romancero tradicional. Además de éstas, opino que el modelo de la décima improvisada está detrás de la mayoría de los romances locales, por lo menos en lo que cada uno tiene de espontaneidad o de creación cuasi repentina. Se trataría, en este sentido, de lo que Díaz Pimienta llama repentismo impuro (1998: 228-229), es decir, del caso de aquellos textos que el poeta escribe pensando en un público oidor, no lector, pero en los que no se cumple la condición inexcusable que caracteriza el repentismo puro, esto es, el factor tiempo, la simultaneidad absoluta entre los actos de creación, emisión y recepción. En cualquier caso, también creo –y estoy en esto muy de acuerdo con Yvette Jiménez de Báez (2000)- que la poesía improvisada se nutre, para la elaboración de su discurso, de los códigos escritos y orales arriba mencionados. Haría falta, entonces, una sistematización de las “fórmulas” que sustentan el lenguaje poético de la improvisación en Canarias, similar a la que Webber (1951) emprendió para el romancero tradicional. Y sólo así podríamos manejarnos con fluidez en la intrincada selva de versos compartidos que parece existir entre el mundo del romance y el mundo de la décima en el Archipiélago.

De momento, sí que puede hacerse, como decía, una sistematización más o menos rigurosa de las marcas que, en el discurso o en la intriga de los romances locales gomeros, hablan de la utilización de códigos colaterales. Lo haré siguiendo el orden antes establecido.

1) La literatura de pliego.

La procedencia frecuente de estos romances del pliego, o al menos de una escritura más o menos cercana en el tiempo, hace aparecer en los textos algunos de los rasgos más definitorios de este tipo de literatura.

Su presencia se restringe a las narraciones agrupadas bajo el epígrafe de “relaciones de sucesos” (grupos a, b y c de nuestra clasificación), independientemente de que éstas recojan noticias colectivas o particulares, trágicas o jocosas. En términos generales, todos los relatos siguen el modelo “vulgar” de respetar el ordo naturalis de la fábula, estando ausente por completo los inicios in medias res o la distaxia intrasecuencial. Junto a esto, conviene también destacar el dominio absoluto del narrador con respecto al orden expositivo, evidente en ejemplos como éste, perteneciente al romance de La Facunda, donde el narrador interviene directamente a mitad del relato para forzar el cambio de secuencia:

Tuitos se han levantado, / ninguno tuvo pereza,
a acompañar al alcalde / todos van a sus expensas.
Volvamos a la señora / que en el triste monte queda;
aquella triste paloma / los cazadores tras de ella,
(2000: 470)

Igual de recurrente resulta la exactitud histórica. Los procesos de desreferencialización característicos de la tradición moderna brillan por su ausencia. Los romances se decantan mayoritariamente por indicar con pelos y señales, en los inicios del relato, la ubicación temporal y espacial del suceso evocado:

Principio del mes de marzo, / mediado de la Cuaresma,
(La Facunda, 2000: 469)

El día siete de septiembre, / fecha que no es olvidada,
salió del Puerto del Morro / y Bahía de la Habana
una fragata velera / la cual la llaman La Fama,
(Hundimiento del barco La Fama, 2000: 479)

Año de mil ochocientos / que hasta el veintiséis se cuenta,
a las once de la noche, / a eso de las nueve y media,
bajó un fuerte terremoto / que hizo temblar la tierra.
(Terremoto en La Gomera, 2000: 371)

El día treinta de octubre / del cuarenta y uno cuento
yo vide una bruma negra / entre La Palma y El Hierro
(Temporal del año 41, 2000: 482)


o por identificar con nombre y apellido a los protagonistas:

Año de mil ochocientos / si no me pierdo la cuenta,
abajo en la Casa el Lomo, / casa Felipe Plasencia,
(El caso de la burra que muere en el parto, 2000: 483)

Uno le llaman Manuel, / por apellido Manguera,
el otro lo titulaban / por apellido Barrera
y García por la madre, / Dios en la gloria tenga,
ésa yo bien la conozco / que era de mi pila mesma.
(La Facunda, 2000: 469)

Aparte de éstas, abundan otras marcas propiamente discursivas que delatan la influencia del modelo del pliego. La primera es la utilización de un léxico cultista, pedantesco, y a veces ininteligible para los transmisores. No es infrecuente, en este sentido, encontrar descripciones como ésta, perteneciente al Hundimiento del barco de La Fama:

Llegaron a Nueva York / y el pasaje caminaba,
mirando sus anchas calles, / plazas y torres pintadas
donde el cónsul inglés tiene / su bandera enarbolada,
su gran puente y edificios, / sus inmensas tierras llanas,
ese extenso cementerio / con seis leguas en cuadra,
que mármoles de granito / con su metal adornaban
mil extraños animales, / cien maravillas humanas.
(2000: 479)

Hay, por último, fórmulas que, situadas en momentos clave del romance, reproducen la retórica sentimentalista de la narración de cordel, y en concreto los recursos del narrador para hacerse con la atención emocional del auditorio. Así encontramos:

a) Principios prenarrativos:

Vuelvo de nuevo a pedir / atención, silencio y calma,
valor en los corazones / porque es ocasión tirana,
hace llorar a las piedras / y sus pies en detalladas.
(El curandero de Tamargada, 2000: 472)

Atención, noble auditorio, / atención, que ahora comienza.
(El caso de la burra que muere en el parto, 2000: 483)

b) Digresiones de tipo emotivo, intercaladas en mitad de la narración:

¡Qué cuadro tan horroroso, / caros hijos de mi alma!
(Hundimiento del barco La Fama, 2000: 480)

c) Remates que dejan en suspenso el desenlace:

Y en una segunda parte / les diré el fin que ha tenido.
(Muerto por coger espigas, 2000, 478)

2) La composición escrita semi-culta.

Los rasgos que delatan la presencia de un autor alfabetizado que escribe y se recrea en la composición de su texto están casi ausentes de los grupos a y b de nuestra clasificación, y se concentran en las “anécdotas locales o personales” y, especialmente, en las “coplas” dedicadas a la exaltación de la propia tierra.

Los encabalgamientos sintácticos, la escasez del verso paratáctico, tan caro al lenguaje tradicional, son el primer síntoma de este hecho. Junto a él, es la omnipresencia del yo-autor lo que con más evidencia manifiesta la vinculación de los textos a la escritura. Este yo suele aparecer como testigo o protagonista de los hechos evocados y, en todo caso, no elude su condición de cronista, atribuyéndose la honrosa tarea de fijar por escrito la memoria. Tal actitud resulta incontestable en varios romances elaborados por completo dentro del molde de la autobiografía (El curandero de Tamargada, Romance local y El caso del tambor reventado), y aparece ocasionalmente en otros textos según dos posibilidades:

a) Principios prenarrativos que reflexionan sobre el objetivo de la creación:

Con pluma y con letras de oro / escribir quiero esa plana
para que el mundo se entere / de los milagros que obraba
la Emperatriz de los cielos, / Madre de Dios soberana,
y que tiene en Vallehermoso / sus hijos que así los llama.
(Hundimiento del barco La Fama, 2000: 479)

Avanzada va mi vida / y antes de morir quisiera
dejar escrito un romance / dedicado a La Gomera,
para que la juventud / comente clara y despierta
de todo cuanto yo escribo / vaya sacando la esencia,
(Los valores de mi tierra, 2000: 488)

b) Digresiones o excursos que interrumpen el hilo narrativo e imponen una reflexión o incluso un juicio del narrador acerca de lo narrado.

La Gomera tuvo historia / pero no se la escribieron,
la historia de La Gomera / se mantiene en el silencio:
el motivo no lo sé / pero yo me paro y pienso:
pueblo que no tenga historia / para mí es un pueblo muerto.
(Romance a La Gomera, 2000: 487)

3) El romancero tradicional

Pudiera parecer, por lo hasta ahora dicho, que los romances locales gomeros viven ajenos al lenguaje figurativo formulaico del romancero tradicional, que su adscripción a modelos discursivos estrechamente vinculados a la escritura les proporciona una categoría muy distinta a la que ocupa el corpus romancístico más añejo. Pero no es así. En todo caso, esto sólo ocurre en las “coplas” dedicadas a la exaltación de la tierra y en las oraciones. En el resto, se advierte una presencia importante de lo que podríamos llamar marcas de tradicionalización, situadas en su mayoría en el nivel discursivo y, ocasionalmente, en el de intriga. Tal hecho nos obliga a insistir en la distinción de dos grupos dentro del repertorio local: uno integrado por narraciones que el transmisor ha recibido por vía oral o excepcionalmente a través del pliego (las “relaciones de sucesos”); y otro que abarca los textos recitados por su propio autor, que en el momento de la encuesta hace de informante (“coplas” de exaltación de la tierra y oraciones).

El análisis del primer grupo ofrece la posibilidad de constatar, en principio, la presencia de una serie de rasgos generales adscritos a la poética tradicional. El primero es la preferencia por la articulación dramática del discurso, y el consecuente desplazamiento de la voz narradora a un plano secundario, quedando limitada ésta muchas veces a las típicas fórmulas ritualizadas de cambio de secuencia (“Ellos en estas razones / la suegra que allí llegaba”, por ejemplo). Tal carácter es el dominante en Novio que visita a su novia, Mujer que llevan para la villa contra su voluntad, Muerto por coger espigas y El curandero de Tamargada, aunque se hace menos evidente en el resto de los relatos.

El segundo rasgo es la tendencia que ocasionalmente se observa de estructurar la narración a base de repeticiones intersecuenciales. Tal inclinación resulta especialmente llamativa en El curandero de Tamargada y en Mujer que llevan para la villa contra su voluntad, en los que un grupo de versos parece haberse fosilizado como estrofa y se repite sistemáticamente en el núcleo del romance. En el primer tema citado, los hemistiquios “Buenas tardes, don Benito. / -Buenas, León, ¿qué le pasa?” aparecen una y otra vez como señal de la visita de cada familiar del accidentado al médico para pedirle ayuda, hasta resolverse en una última secuencia donde el enfermo llega, por fin, a casa del “curandero”, cuya intervención casi “milagrosa” provocará el feliz desenlace. Tal forma de articular el relato aleja a éste de su original discurso “de pliego” y lo sitúa en la frontera de la concentricidad. De manera menos intensa, aunque también digna de señalar, se repite el recurso en otro tema, Novio que visita a su novia, y con versos similares: “-Buenas tardes, don Gabino, / buenas tardes y adelantre,”. En el caso de Mujer que llevan para la villa... la estrofa “¡Adiós, mi querida casa, / adiós, mi casa querida, // adiós, todos mis vecinos / donde yo toda mi vida // me encontraba en este sitio / de mis vecinos querida!”...) convierte la narración, a base repetirse en distintos momentos, en una interminable despedida de la que prácticamente se ha eliminado la anécdota narrativa que dio lugar al relato. La estrofa citada llega incluso a dar la apariencia de un estribillo y sugiere la cercanía del romance al ámbito de la canción lírica.

Aparte de éstos, la apropiación paulatina de la gramática tradicional que parece estar operándose en estos romances locales se manifiesta en el empleo recurrente de los siguientes recursos:

a) Segmentos dominados por fórmulas de repetición y/o enumeración.

Salgo por aquí pa arriba / en ayunas y esmorza(d)o
con dos zurrones de gofio, / uno en polvo, otro amasao;
dos quesos como molinos, / uno duro y otro blando;
dos garrafones de vino, / uno turbio y otro claro.
(Disparates, vers. 1, 2000: 474)

Partime un día de casa / en ayunas y almorzao
con dos zurrones de gofio: / uno en polvo, otro amasao;
pa el del polvo llevo queso, / pa el amasao pescao.
(Disparates, vers. 2, 2000: 475)


b) Esquema estrófico distributivo (unos... otros...):

Unos dicen: -La llevemos / pa la villa La Gomera.
Otros dicen: -La llevemos / pa Guajilva que es más cerca.-
(La Facunda, 2000: 470)

c) Esquema estrófico enumerativo de tres elementos con ampliación del tercero:

Unos se brindan a arar / y otros a sembrar las viandas,
y otros le dicen “Yo tengo / dinero, si le hace falta”.
(El curandero de Tamargada, 2000: 473)

-Adiós, mi buena sobrina, / adiós, mi mansa cordera,
adiós la luz de mi casa, / que ya te vas y me dejas.
(La Facunda, 2000: 470)

-¡Adiós, Baltasar de mi alma, / mi esposo y mi buen marido!
¡Quién yo no te hubiera amado, / quién no te había conocido!
¡Quién yo me hubiera encontrado / cuando tu muerte afligido,
que esas heridas de sangre / yo te las viera cubrido!
(Muerto por coger espigas, 2000: 479)

d) Fórmulas de visualización.

Toítos los vecinos, / toítos diban a verla:
la señora doña Antonia / hacía llorar las piedras:
-Adiós, mi buena sobrina, / adiós, mi mansa cordera,
adiós la luz de mi casa, / que ya te vas y me dejas.
(La Facunda, 2000: 470)

La madre cuando lo supo / encomenzó a habilitale:
pantalón, buena camisa, / buen sombrero escudillaje.
(Novio que visita a su novia, 2000: 471)

Todos cuatro lo agarraron, / lo tiraron al camino;
sus brazos descoyuntados, / su cuerpo todo molido.
Todos cuatro lo agarraron, / lo tiraron al camino,
si no hubiera sido unos niños / perros se lo hubieran comido.
(Muerto por coger espigas, 2000: 478)

Ahí viene la pobre viuda / con el corazón partido.
(Muerto por coger espigas, 2000: 478)

Como decía, las marcas de tradicionalización no se limitan al nivel discursivo. Aunque mucho menos frecuentes y llamativas, algunas se sitúan en el nivel de intriga y toman, en concreto, la forma de contaminaciones.

El romance de Disparates que –recordemos- comparte pie con Meditación de la pasión, tiene otras vinculaciones con el romancero tradicional de la isla. Según el informante de la segunda versión recogida (2000: 476), este texto se decía a continuación de El conde preso. El emparentamiento temático de ambas narraciones no es demasiado evidente, pero la existencia de una contaminación en equipotencia, o de una fusión más o menos arbitraria, sí. La versión de El conde preso del mismo informante (2000: 115) es una vulgata, y representa, según Trapero (2000: 120-121), la forma más extendida del romance en Canarias, es decir, que aparece contaminada en su desenlace con No me entierren en sagrado. Además de la asonancia en áo de las dos narraciones, puede que como eje de fusión entre ambas haya actuado el modo autobiográfico de sucesivas desdichas que tanto una como otra contienen aunque, en cualquier caso, lo cierto es que, en la conciencia de los transmisores, forman un mismo romance.

Muy significativa es la contaminación entre el romance local Muerto por coger espigas y el vulgar tradicionalizado de La confesión de la Virgen. Las dos versiones recogidas del primero (2000: 477-479) incluyen una introducción lírica lograda con los primeros versos del romance devoto, de cierta difusión en el archipiélago canario (Trapero, 1990: 147-148) y bastante extendido en la Península y Portugal (Salazar, 1999: 259-261). Pese a que uno de los transmisores de Muerto por coger espigas refiere que la narración está basada en un suceso criminal ocurrido en La Gomera recreado en versos por “un señor de Chipude”, actualiza el relato con la contaminación inicial de La confesión..., con lo cual los textos quedan desprovistos, en buena medida, de su vinculación con el pliego original y retardan el inicio ab ovo por medio de un enigmático “paseo” de la Virgen que envuelve la historia de un halo présago:

La madre de Dios eterno / fue a confesar un domingo,
no por pecados que ha hecho, / ni jamás lo ha cometido,
fue por cumplir un preceto / que debe a su amado Hijo.
No es de noche que es de día, / porque el sol está tendido,
y es que esa Señora lleva / la luna y el sol consigo.
Fuese un pobre a una cebada, / por mandato de su amigo...

A un paso de la tradicionalización

El romance de Muerto por coger espigas es, en el repertorio local de La Gomera, paradigma de la situación que vive un grupo de narraciones –las “noticieras”- que, nacidas más o menos a lo largo del último siglo en forma de pliego o de composición escrita pseudo-culta, han ido incorporándose al ámbito de la oralidad. Para que este proceso se pusiera en marcha tuvo que ser decisivo, con toda probabilidad, el momento en el que el texto pasó de ser leído o recitado a ser cantado, es decir, a convertirse en balada, adquiriendo una funcionalidad pareja a la que los romances tradicionales de la isla tienen en el baile del tambor. Tal integración en el repertorio romancístico general es la responsable de que, a finales del siglo XX, podamos encontrar unos textos que, aunque no disimulan su paternidad escrita y cercana, manifiestan ya cierta apertura, cierta voluntad de abandonar su original lenguaje ostentoso e individualista y abrazar el discurso simbólico y colectivo. Para analizar dicho proceso no contamos, desafortunadamente, con los pliegos originales que dieron vida a tal o cual relato, pero sí con otros modelos que, en la tradición romancística, ejemplifican lo mismo: me refiero a casos como el de La difunta pleiteada (Salazar, 1992) o el de Los presagios del labrador (Calvo, 1989), romances vulgares incorporados tardíamente a la cadena de la tradicionalidad y todavía delatores de su procedencia escrita.

La tímida apertura de la que hablo tiene como primer síntoma la existencia de variantes, de versiones de un mismo tema mínimamente diferenciadas pero que, siendo transmitidas por informantes diversos en diversos puntos de la isla, obligan a mencionar siquiera el fenómeno de la re-creación. Tal circunstancia se da sólo en tres romances: Novio que visita a su novia, Disparates y Muerto por coger espigas Al menos una de las versiones de cada uno de los temas se recogió como canción, es decir, apoyadas en un pie de romance que atestigua su funcionalidad festiva y su vinculación, por esto, con el repertorio tradicional. El primer romance mencionado presenta dos versiones casi idénticas (1987: 359-360 y 2000: 471-472) y en ambas se emplea el mismo responder religioso (“Me dio la Virgen del Carmen / la gloria para salvarme”); sólo uno de los dos textos de Disparates (2000: 474-475) sin embargo, se apoya en el pie moral “A mi corazón le han dado / golpes que le han derribado” el cual, como ya comenté, comparte con versiones de Meditación de la pasión. Aquí ya se aprecian variantes más significativas entre las versiones, concentradas sobre todo en la ampliación formulaica de ciertas secuencias que el texto con pie pone en práctica. Así por ejemplo, la versión 2 (2000: 475-476) se inicia así:

Partíme un día de casa / en ayunas y almorzao
con dos zurrones de gofio: / uno en polvo, otro amasao;
pa el de polvo llevo queso, / pa el amasao pescao.

y la 1 de este modo:

A mi corazón le han dado / golpes que le han derribado.
Salgo por aquí arriba / en ayunas y esmorza(d)o
con dos zurrones de gofio, / uno en polvo, otro amasao;
dos quesos como molinos, / uno duro y otro blando;
dos garrafones de vino, / uno turbio y otro claro.

El pie de romance empleado en sólo una de las versiones de Muerto por coger espigas (2000: 478-479) es, en fin, un aviso del ya más relevante nivel de re-creación que parece haber alcanzado este tema. “¡Quién te cortó verde pino / y te dejó en el camino!” es uno de esos pareados con función proléptica, y simbólica, a los que antes me referí. Su poeticidad resulta, por otra parte, excepcional en el repertorio local, es el pie menos denotativo, el que con más fuerza puede captar la atención emocional cuando se comprende su relación con el momento crucial del relato, aquél en el que unos salteadores acaban de forma brutal con la vida de un joven segador (el “verde pino”) y dejan su cadáver abandonado:

Todos cuatro le tiraron, / las dos piernas le han partido,
todos cuatro lo agarraron, / lo tiraron al camino.
Y al otro día de mañana / en cuanto que el día vino,
si no había sido unos niños / perros se lo habían comido.

No parece azaroso que el informante de esta versión no haga ninguna referencia al origen del romance, mientras que sí lo hace el transmisor de la otra, quien asegura que el suceso recreado ocurrió en La Gomera y que el texto lo hizo “un señor de Chipude que ya murió”. El reconocimiento de una procedencia escrita para este caso hace evidente la “acción coercitiva-coactiva” del pliego sobre el texto oral (Salazar, 1996: 264), al que le resulta difícil desprenderse de su paternidad estética, conservando así versos que la versión con pie ha rechazado. Paradigmático resulta, en este sentido, comparar los desenlaces de ambas versiones:

-¡Adiós, Baltasar de mi alma, / mi esposo, mi buen marido!
¡Quién yo no te hubiera amado, / quién no te hubiera conocido!
¡Quién yo me hubiera encontrado / cuando tu muerte afligido,
que esas heridas de sangre / yo te las viera cubrido!-
Y en una segunda parte / les diré el fin que ha tenido.

-¡Adiós, Baltasar de mi alma, / mi esposo, mi buen marido!
¡Quién yo no te hubiera amado, / quién no te había conocido!
¡Quién yo me hubiera encontrado / cuando tu muerte afligido,
que esas heridas de sangre / yo te las viera cubrido!-
¡Quién te cortó verde pino / y te dejó en el camino!

Independientemente de la presencia o ausencia de un pie de romance, el tema de Muerto por coger espigas concentra, en sus dos versiones, la mayoría de las marcas de tradicionalización enumeradas más arriba. Además de su significativa contaminación en los versos introductorios con el romance de La confesión de la Virgen, el resto de las marcas se aglutinan en el discurso, dando como resultado unos textos en los que resulta bien visible el proceso de “reverbalización de la intriga” (Catalán, 1999: xxxvii-l) característico de los romances que paulatinamente abandonan el molde del pliego y se incorporan a la matriz oral.

Que tal reverbalización de la intriga se ha operado –o se está operando- no sólo en este romance, sino en una buena parte de todos los que constituyen el repertorio local, parece haber quedado claro, teniendo en cuenta las marcas de tradicionalización que hemos sido capaz de registrar en el análisis. Por otra parte, el alto grado de re-creación que los transmisores gomeros llegan a imprimir en temas no propiamente locales, como el de Chasco que le dio una vieja a un mancebo (2000: 331-332) al que incluso consideran de invención propia, habla bien a las claras de hasta qué punto este colectivo es consciente de que la única manera de que su patrimonio oral continúe vivo es la apertura hacia nuevas posibilidades expresivas.

Evidentemente, esta transmutación estilística no ha hecho más que empezar, de momento sólo afecta al discurso y en ningún romance local se ha operado –que sepamos, claro- una alteración fabulística relevante con respecto al original. Estos procesos, como apunta Flor Salazar (1996: 264) pueden durar cientos de años y hoy, en los umbrales del siglo XXI, sólo podemos contemplar los denodados esfuerzos de unos pocos textos gomeros por deshacerse del corsé de una escritura que les dio vida hace “sólo” sesenta o setenta años. El privilegio lo tendrán quienes nos sigan, quienes dentro de cien o doscientos años vuelvan a reunirse en La Gomera para observar cómo el repertorio romancístico del baile del tambor ha ido creciendo y creciendo, a base de incorporar relatos noticieros que un día elaboraron vecinos de la isla y que, con los siglos, se han convertido en tradicionales. No es muy probable que para entonces estemos aquí, pero todo puede ser.




BIBLIOGRAFÍA


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