lunes, noviembre 30, 2009

Alejandro Casona, Director del Teatro del Pueblo


El 29 de mayo de 1931 se creó el Patronato de las Misiones Pedagógicas. Dependiente del Ministerio de Instrucción Pública, tenía como objetivos “difundir la cultura general, la moderna orientación docente y la educación ciudadana en aldeas, villas y lugares, con especial atención a los intereses espirituales de la población rural”. De ese modo, Manuel Bartolomé Cossío, Presidente del Patronato, comenzaba a cumplir su antiguo sueño krausista de llevar hasta la más remota aldea y hasta el más pobre de los niños la felicidad del cine, del teatro, de la música y de los libros.

Los patronos y colaboradores de las “misiones antipedagógicas” –como con humor gustaba de llamarlas Cossío- tenían como propósito democratizar la belleza, convencidos de que la miseria del mundo rural comenzaría a remediarse cuando en las gentes aldeanas prendiera el anhelo de la cultura y, con ello, se alimentara la dignidad y el espíritu crítico consustancial a cualquier ser humano. La intención era, efectivamente, hacer llegar hasta el campo las riquezas culturales y educativas de la ciudad, pero también establecer un diálogo entre la corte y la aldea, entre la tradición y la vanguardia; poner, en contacto, en fin, dos mundos que habían ido distanciándose y, con ello, empobreciendo sus respectivos patrimonios culturales.


Para dirigir el Teatro del Pueblo -la compañía ambulante de las Misiones Pedagógicas- Cossío eligió a Alejandro Rodríguez Álvarez, un joven maestro de origen asturiano que apenas dos años antes había empezado a firmar su poesía y su teatro con el apellido Casona, en recuerdo de la casa de Besullo en la que vio la primera luz en 1903 y que, en aquel tiempo, servía de escuela y de hogar a los maestros del pueblo, a la sazón sus padres (Gabino Rodríguez y Faustina Álvarez). Alejandro Casona recibió el encargo sorprendido y emocionado. “¿No me contaste que aquella noche que viste por primera vez una representación no pudiste dormir?” le había dicho Cossío al proponerle la dirección del Teatro del Pueblo, recordando sus conversaciones con el estudiante de magisterio en el Madrid agitado por la renovación teatral de la década anterior.


Como se demostraría en los años siguientes, Alejandro era la persona idónea para llevar a cabo el sueño republicano del teatro popular. Se unían en él una firme vocación pedagógica de perfil krausista, alentada por el ideario de su madre -primera inspectora de enseñanza primaria del país-, y una pasión por el teatro sentida desde la adolescencia, y alimentada por sus contactos juveniles con grupos de teatro independiente como El mirlo blanco o El cántaro roto. De esta emergente renovación de la dramaturgia urbana aprendería Casona fundamentos esenciales de su futuro teatro popular: el efectismo que se obtiene de la fusión de primitivismo y vanguardia, y la validez de escanciar en un nuevo lenguaje elementos de la vieja tradición; en definitiva, los principios de la reteatralización, una concepción de la puesta en escena en la que, tan pertinente como el texto literario, resultaba la música o el gesto, y en todo caso, la expectación y el divertimento del público.


Entre 1928 y 1931 tuvo ya Alejandro ocasión de poner en práctica estos presupuestos con la creación de El pájaro pinto, la compañía teatral infantil fundada en Les, el pueblecito del Valle de Arán adonde lo llevó su primer destino como maestro. En una carta dirigida a Adriá Gual y fechada el 10 de diciembre de 1930 escribe:


“Unido con el Sr. Bustinday, un vasco músico y entusiasta, he fundado este pequeño cuadro artístico de El pájaro pinto, que ha sido recibido con el mayor alborozo por estas gentes aldeanas que jamás habían visto teatro. Por esto mismo (por su inocencia no pervertida por esa semicultura de pan llevar que tanto estorba al arte en las ciudades) consideramos que el teatro primitivo había de ser gustado aquí con el mismo calor que en la época en que se escribió, y no creo equivocarme: he tenido el placer de ver a un público rural aplaudir y gozar a Cervantes con una comprensión y un entusiasmo inesperados”.


La labor desarrollada con esta compañía de “repertorio primitivo, commedia dell´arte, y escenificaciones de tradiciones en dialecto aranés” pone, pues, a Casona en disposición de asumir la tarea que le propone Cossío desde el presupuesto esencial que éste entiende debe vertebrar el teatro de las Misiones: “devolver al pueblo lo que es del pueblo”.


El Teatro del Pueblo realizó su primera representación el 15 de mayo de 1932 en Esquivias y Seseña (Toledo), y la última el 10 de septiembre de 1936 en el Hospital de Convalecientes de la calle Abascal, en Madrid, donde los misioneros que no habían marchado al frente pudieron emprender algunas actuaciones. En sus escasos cinco años de vida, la compañía visitó más de trescientos pueblos y aldeas, llevando a cabo otras tantas representaciones. Componían el grupo unos cincuenta estudiantes, todos voluntarios, la mayoría procedentes de la Institución Libre de Enseñanza y del Instituto-Escuela, que también formaban parte del Coro del Pueblo, dirigido por el musicólogo Eduardo M. Torner. El Teatro y el Coro del Pueblo solían viajar juntos, lo hacían aprovechando los fines de semana e incluso los períodos de vacaciones. Transportaban sus rudimentarias escenografías en una camioneta y, cuando los caminos eran inaccesibles, a lomos de burros y mulas. En aquellas aldeas a las que resultaba del todo imposible llegar con los vehículos, actuaba el Retablo de Fantoches, la compañía de títeres dirigida por Rafael Dieste para la que Casona llegó a preparar algún texto teatral. El trasiego vital de aquel tiempo entusiasta significó para el Director del Teatro del Pueblo algo más que una experiencia, acaso la labor más importante de su vida:


Durante los cinco años en que tuve la fortuna de dirigir aquella muchachada de estudiantes, más de trescientos pueblos –en aspa desde Sanabria a La Mancha y desde Aragón a Extremadura, con su centro en la paramera castellana- nos vieron llegar a sus ejidos, sus plazas o sus porches, levantar nuestros bártulos al aire libre y representar el sazonado repertorio ante el feliz asombro de la aldea. Si alguna obra bella puedo enorgullecerme de haber hecho en mi vida, fue aquella; si algo serio he aprendido sobre pueblo y teatro, fue allí donde lo aprendí”.


Desde ese “respeto por la inteligencia de los niños y los primitivos” ensayado en Les, Casona prepara un primer repertorio para su compañía itinerante trufado de textos de la dramaturgia “menor” del Siglo de Oro: loas, jácaras, farsas, entremeses, mojigangas, pasos..., piezas y temas “de milagrosa sencillez y frescura perdurable” que las manos de Juan del Encina, Lope de Rueda o Cervantes –“acuñadores artísticos de la tradición”-, habían convertido en “esa plata redonda de curso legal en todo tiempo y lugar”.


Después, a instancias de Cossío y por consejo de Antonio Machado (patrono de las Misiones), Alejandro se lanza a la creación de sus propias obritas. Así nacieron Sancho Panza en la Ínsula y Entremés del mancebo que casó con mujer brava, dos juguetes escénicos que ya explotan las posibilidades de la pantomima característica de todo el teatro popular del autor. Tanto en Sancho Panza como en el Entremés, Casona se comporta como un re-creador de la tradición literaria, como un eslabón más en la cadena de la transmisión cultural, haciéndose eco explícito del principio formulado por Juan de Mairena: “En nuestra literatura, todo lo que no es folklore es pedantería”. Basándose para la primera en el episodio quijotesco de la Ínsula Barataria y para la segunda en el proverbio XXXV de El Conde Lucanor, el dramaturgo dice limitarse a trasponer al diálogo teatral el material narrativo para así hacer accesible al público aldeano el pensamiento de los grandes autores.


Sin embargo, la recreación casoniana va –en mi opinión- mucho más allá y (al menos para el caso de Sancho Panza en la Ínsula) revela una intención pedagógica y una voluntad regeneracionista que se superponen a la mera actualización del discurso cervantino. De este modo, las sentencias y decisiones del Gobernador Sancho concentran mensajes relativos a la justicia social y a la necesaria igualdad entre pobres y ricos, y buscan la concienciación política del receptor aldeano, una toma de conciencia de los que pasan hambre acerca de sus derechos:


“Pues advertid, hermano, que yo no tengo “Don” ni en todo mi linaje lo ha habido. Sancho Panza soy a secas, y Sancho fue mi padre, y Sancho mi abuelo; y todos fueron Panzas, a mucha honra, sin añadiduras de dones ni de doñas. De casta de labradores vengo y nunca me avergonzaré de ello; que este es consejo que me dio mi señor Don Quijote. Y el que tiene corta la pierna no necesita larga la sábana. Nadie se precie de su cuna, que la sangre se hereda, pero la virtud hay que conquistarla; y la virtud vale por sí sola lo que la sangre no vale. Y más que, mientras dormimos, todos somos iguales: los ricos y los pobres, los mayores y los menores. Y después de muertos, el labrador y el obispo caben en un palmo de tierra. Con que, cepos quedos; que el hábito no hace al monje; y debajo de una mala capa puede haber un buen bebedor... ¡Y no digo más!”


En el trasiego de su teatro ambulante tuvo que escribir también Casona El lindo don Gato, que subtitula como “romance-pantomima en dos tiempos” y que seguramente concibió para que fuera incluida en el repertorio del Retablo de Fantoches. Esta deliciosa pieza escenifica la balada tradicional de Don Gato, secularmente cantada por los niños en el corro, y lo hace incorporando a los propios niños y a una serie de juglaresas y juglares al escenario, y buscando así el re-conocimiento en el público de su propia memoria tradicional, cumpliendo de nuevo pues la voluntad misionera de “devolver al pueblo lo que es del pueblo”. El lindo don Gato forma parte del deslumbramiento ante la tradición oral de los autores de la Edad de Plata, del neopopularismo de la palabra de Lorca y, más en concreto, de la labor de recuperación y puesta en valor de la poesía tradicional llevada a cabo en el seno de las Misiones, tanto por parte de Torner y del Coro del Pueblo como por parte del Retablo de Fantoches. Inspirados en tal sentido por el ideario krausista de Menéndez Pidal y teniendo como referencia la Flor nueva de romances viejos publicada por éste en 1928, son varios los autores que acuden al venero del romancero para nutrir sus nuevas obras. Para la compañía de títeres de las Misiones escribiría su propio director, Rafael Dieste, La doncella guerrera, escenificación del antiguo romance, y con el mismo fin compuso Alberti Don Bueso y la infanta cautiva, recreación de la añeja balada fronteriza.


Pero la pantomima de El lindo don Gato pone en marcha, además, todos los recursos aprendidos por Casona en el ámbito de la renovación escénica urbana de los años veinte, buscando formularse sobre el ensamblaje de primitivismo y vanguardia allí consagrado. Se trata, en definitiva, de una esencial recuperación de la farsa, un género que renace de sus cenizas en el primer tercio del siglo XX, desarrollándose con una clara impronta carnavalesca para así entroncar con el teatro popular del Siglo de Oro. El lindo don Gato es la mejor muestra del hallazgo casoniano referido al teatro infantil: explica hasta qué punto es “natural” la identificación entre la comicidad rústica de la clásica farsa y la poética de la oralidad de los niños, y explica por tanto esa arquitectura esencial que Casona asigna a su dramaturgia popular:


“Finalmente, bien comprendo que, tanto por la ingenuidad primitiva de sus temas como por el retozo elemental de su juego –chanfarrinón de feria, dislocación de farsa, socarronería y desplante campesinos- no son obras indicadas para la seriedad de los teatros profesionales. Si a alguien puede interesar será a las farándulas universitarias, eternamente jóvenes dentro de sus libros, o al buen pueblo agreste, sin fórmulas ni letras, que siempre conserva una risa verde entre la madurez secular de su sabiduría”.


A medida que el Director del Teatro del Pueblo va haciéndose en su deambular, esa democratización de la belleza postulada en la fundación de las Misiones gana en sentido, y se le hace comprensible como vía única para erradicar la miseria y el aislamiento aldeanos. En el verano de 1934 tiene lugar una misión muy especial, la de Sanabria, indeleblemente fijada en el recuerdo de Casona durante el resto de su vida. De esta experiencia ha dejado el autor testimonios reveladores, como el que publica en Argentina en 1941 con el título de Una misión pedagógico-social en Sanabria, y en el que reproduce la Memoria que en 1935 redactara para el Patronato de las Misiones Pedagógicas:


“El choque inesperado con aquella realidad brutal nos sobrecogió dolorosamente a todos. Necesitaban pan, necesitaban medicinas, necesitaban los apoyos primarios de una vida, insostenible con sus solas fuerzas (…) y sólo canciones y poemas llevábamos en el zurrón misionero de aquel día”.


La pedagogía teatral casoniana, a partir de ese momento, parece cobrar un sentido integral: se refiere no sólo a la formación artística de los que habitan la periferia de la cultura, sino a su incorporación como ciudadanos de pleno derecho en el progreso social. La utopía, pues, se impone como propuesta en su literatura, y desde ese compromiso estrena una pieza emblemática, Nuestra Natacha (1935), en la que confluyen, por un lado, el ideario pedagógico aprendido de Faustina Álvarez y asimilado en las Misiones Pedagógicas y, por otro, el mensaje regeneracionista sobre una España rural inmersa en la pobreza y el olvido.


Nuestra Natacha –muchos de cuyos personajes toman nombre y personalidad de los misioneros republicanos- es un homenaje al empeño de reforma social de las Misiones, y un alegato a favor del sistema educativo desarrollado en la Institución Libre de Enseñanza. La obra cuenta cómo Natacha (la primera mujer española en conseguir el doctorado en ciencias de la educación con una tesis titulada Los tribunales de menores y la educación en las Casas de Reforma) acepta dirigir el Reformatorio de las Damas Azules, institución en la que ella misma permaneció durante su infancia. Su propósito es acabar con la educación represora y autoritaria que allí se ejerce con las educandas, y para ello se enfrenta a la Señorita Crespo, al Conserje y, sobre todo, a la Marquesa, representantes de la mentalidad reaccionaria. Fracasa en su intento, abandona el Reformatorio y funda, con otros compañeros, una granja de trabajo comunal, en la que desarrollar los nuevos principios pedagógicos. La obra y su protagonista se incardinan del todo en el ideario pedagógico del krausismo, y en el momento concreto de 1933, cuando la derecha está a punto de ganar las elecciones y limitar las reformas puestas en práctica en los años anteriores (la coeducación, por ejemplo). Según Casona, el triunfo de Natacha es el de “la nueva clase estudiantil, en la que tras siglos de marginación, la mujer es una compañera en igualdad de condiciones con el hombre”.


A lo largo de 1936 Nuestra Natacha es presentada y recibida como ejemplo de teatro “del pueblo y para el pueblo”, y la crítica anarquista ve en ella una de las pocas obras que se acerca a su idea de un teatro al servicio de la Revolución. Es evidente que el texto plantea cuestiones candentes, que se debatían acaloradamente en el Congreso y en la calle: una educación en libertad y tolerante frente a otra autoritaria, la denigrante situación de los reformatorios de menores, la encomiable labor social y cultural de las Misiones Pedagógicas...; a la vez que hace propuestas específicas en el terreno de la pedagogía, tales como el rechazo al autoritarismo y a la jerarquía, la defensa de la solidaridad entre iguales y la necesidad de llevar la educación hasta el último rincón aldeano y hasta los grupos sociales más marginales. La utopía planteada por Natacha –probable transposición escénica de Natalia Utray Sardá, estudiante de las Misiones y activa republicana- se materializa en sus conversaciones con Lalo, a todas luces alter ego del propio Casona en la obra:


Vaya a buscar a los pobres, a los enfermos, a los trabajadores que se nos mueren de tristeza en las eras de Castilla. Y repártase entre ellos generosamente. Lléveles esa alegría, enséñeles a reír, a cantar contra el viento y contra el sol”.


Nuestra Natacha puede contemplarse desde el hoy como el inicio de un teatro que no pudo ser, pues el exilio que emprende Casona poco después -en 1937- parece ser el responsable de un teatro popular en el que la propuesta de regeneración de esa España aldeana se va desvaneciendo. Aún así, retoma melancólicamente su labor del Teatro del Pueblo a partir de los años cuarenta y en el Buenos Aires del exilio publica su Retablo jovial (1949) y estrena La molinera de Arcos (1947). En el Retablo incluye las primeras piezas creadas para su antigua compañía itinerante (Sancho Panza y el Entremés) y, a imitación de éstas, añade tres nuevas farsas de inspiración tradicional y socarronería aldeana: Farsa del cornudo apaleado, Fablilla del secreto bien guardado y Farsa y justicia del Corregidor. Por su parte La molinera (“tonadilla en cinco escenas y un romance de ciego”) es una adaptación escénica del viejo romance de pliego de La molinera y el corregidor, del que Casona había alcanzado a conocer algunas versiones orales, así como la recreación novelesca de Pedro Antonio de Alarcón, y la pantomima y el ballet que con el título de El sombrero de tres picos había estrenado Falla en 1919.


La molinera de Arcos condensa la teatralidad primaria y alegre de la compañía de las Misiones, convoca de nuevo el deber del autor de trabajar sobre el folklore para devolver al pueblo lo que de él ha salido, y pone el material tradicional, remozado, al servicio de un mensaje educativo de solidaridad e igualdad. Pero La molinera es ya teatro desterrado; habla de España muy lejos de España y, si bien es escritura comprometida, también es escritura apátrida, sigue siendo humanista, pero ya es descontextualizada. Anuncia, en fin, de alguna manera, el teatro “despegado” de la realidad con el que Casona triunfó en los escenarios españoles a su vuelta del exilio, ese teatro que la derecha se apropió, ése que la izquierda no entendió porque hacía ya demasiado tiempo que la “cultura de la felicidad” había pasado por las aldeas y porque los niños pueblerinos se habían hecho viejos y lo habían olvidado.

sábado, noviembre 14, 2009

Entren pa dentro





ENTREN PA DENTRO: LAS MUJERES DE ARCOS RECUPERAN LA VOZ Y LA MEMORIA DE SUS COPLAS

En la segunda planta del Centro de Interpretación de La molinera y el corregidor hay una hermosa galería de fotos dedicada las personas que amaron la tradición oral de Arcos y que, por ello, alentaron su vitalidad. Están allí Manuel de Falla, Pedro Antonio de Alarcón, Antonio el Bailarín, Picasso, Alejandro Casona… y, entre otros ilustres personajes, Remedios Perdigones, una mujer arcense que en estos días cumple 89 años y que obró el milagro de sobreponerse a la pobreza y las tristezas de los peores tiempos manteniendo en su pueblo la alegría del canto tradicional de la zambomba.

Remedios Perdigones representa la excepcional conciencia patrimonial que poseen las gentes de Arcos. En unos tiempos invadidos por la música enlatada, de evidente desprecio a la propia identidad y de inevitable seducción por la autoridad comercial, los arcenses manifiestan una defensa de su herencia poético-musical fuera de toda norma, y defienden día a día el patrimonio heredado de las generaciones anteriores, desafiando así las oleadas de civilización que, en cualquier otro lugar, arrasarían (han arrasado ya) con la cultura.

Tal conciencia del valor de la propia cultura popular nos reclama un registro urgente de la riqueza poética de Arcos: se hace necesario documentar con rigor y fidelidad todos esos cantos que durante siglos han vertebrado la vida de esta comunidad humana, encontrando un verso para cada momento del día y para cada acontecimiento del año. Todavía la memoria de los arcenses conserva muy viva la canción de columpio para divertirse en la infancia y mocearse en la juventud, las canciones de escarda para hacer más llevadero el trabajo en el campo, los añejos romances que acompañaron las horas en el lavadero o en el taller de costura, y por supuesto las coplas y narraciones devotas y menos devotas que aún hoy, cada diciembre, aglutinan a vecinos y amigos en torno a la zambomba, el almirez, la botella de anís, la pandereta y los buñuelos.

Alentados por este esfuerzo espontáneo de los arcenses por mantener viva su memoria tradicional, algunos profesores de la Universidad de Cádiz, en colaboración con la Delegación de Cultura del Ayuntamiento de Arcos, estamos realizando encuestas intensivas para documentar de modo fiable este patrimonio. La intención es plasmar en una publicación textual y sonora todo el repertorio poético-musical del pueblo, reuniendo las grabaciones realizadas aquí en los años sesenta y setenta (las que dejaron deslumbrados a los investigadores que se acercaron a este Sur) con las que hemos podido documentar en los últimos años.

Hasta el momento, hemos podido organizar la labor de recolección gracias a la generosa colaboración de las cuatro asociaciones de mujeres arcenses: Arco de Matrera, María Auxiliadora, Mavega y Beatriz Pacheco. Ellas han ensayado y preparado el repertorio durante el verano, para que pudiéramos comenzar las encuestas en septiembre, y ellas, desafiando el calor de agosto, han sacado al sol la zambomba y la pandereta dando aires de noche navideña al atardecer y a la siesta.

Comenzamos las encuestas el pasado septiembre, y en cada una de ellas hemos contado con el espacio privilegiado del Centro de Interpretación de La molinera y el corregidor, en la calle Piedra de Molino, el “Museo”, como se viene llamando popularmente en Arcos a este otro milagro en el que las imágenes, los decorados y los libros intentan explicar la vitalidad de la leyenda. El Museo tiene gruesos muros de piedra y cal, una cueva fresca y silenciosa en donde el canto suena mágico, como si jamás un ruido de la civilización lo hubiera perturbado, y un laberinto de pasillos y escondrijos por donde algunas de las mujeres ha podido recordar su primer amor.

Las mujeres de la Asociación Arco de Matrera abrieron su repertorio de coplas y romances con la canción lírica y burlesca de Los garbanzos verdes, y nos explicaron que el “Entren pa dentro” que la abre rememora la invitación pícara de las muchachas que, en los patios navideños, aprovechaban la fiesta para relacionarse con los muchachos a los que en otro momento no era lícito acercarse. Más romances y muchas canciones infantiles y plegarias tradicionales pudimos recoger de las mujeres de la Asociación María Auxiliadora que, entre otras joyas, cantaron una preciosa versión del romance de La doncella que va a la guerra, hoy en día muy extinto en la tradición oral de otras partes de la Península. Las integrantes de las Asociación Mavega, en general de menor edad que los otros grupos, nos sorprendieron por el esmero con que han oído, aprendido y conservado el repertorio de las zambombas de sus mayores, y nos hicieron confiar en que las hermosas melodías que en Arcos sostienen el romance de La hermana cautiva o el de El mozo arriero y los ladrones tienen futuro en generaciones venideras. Las mujeres de la Asociación Beatriz Pacheco, incansablemente entregadas a alentar la tradición de Arcos, nos cantaron con compás, entusiasmo y desparpajo las canciones navideñas más pícaras y jugosas, ésas que le dan al diciembre de Arcos un perfil festivo excepcional. Son muchos nombres para hacer relación aquí de todas y cada una de estas mujeres que, recogiendo el testigo de Remedios Perdigones, custodian el patrimonio poético de su pueblo, y de las que daremos cumplida cuenta en el libro y los discos que preparamos. Pero valga este artículo como agradecimiento anticipado haciendo constar sólo tres nombres, el de las zambomberas que en cada sesión han mantenido el ritmo y el brío del canto haciendo cantar con enorme maestría a la tinaja, el agua y el carrizo: Dolores García Aranda, Ana Palmero Castro y Ana González Lobero.

Las encuestas no han terminado. Quisiéramos grabar a todos los arcenses que recuerdan una copla, un romance o una oración y que en su memoria lo guardan como un tesoro. Así que, si al pasar por la calle Piedra de Molino, oyen cantar a sus vecinas, por favor, entren pa dentro.

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